Un fino hilván unió las obras programadas por Noa Wildschut, Pablo Barragán y Amadeus Wiesensee dentro de la temporada de la Sociedad Filarmónica de València. Un refinado recorrido por la huella del folclore centroeuropeo que, gracias a los exquisitos mimbres del trío, unas veces resultó evidente y otras tan solo perceptible. 

Barragán abrió Contrastes con decisión y elegancia, sobre los pizzicati de violín y piano. Un andar atildado, neoclásico y stravinskiano —el mismo que hay en la marcha de la Historia del soldado—, que nos atrapó desde el primer instante. A partir de ahí, la trama se espesó y el trío engrandeció su sonoridad. Cada cual aportó su sello: el violín, taciturno, el arrastre; el piano, el peso de los glissandi y el clarinete, encantador en la cadencia. El segundo movimiento exhibió la reconocible marca nocturnal de los lentos de Bartók, y el tercero, la vivacidad y brillantez propias de las danzas húngaras y rumanas rápidas. En la sección central, la textura se volvió densa y untuosa, dando paso a cierto ajetreo urbanita en los pasajes con mordentes. Mientras Wildschut mostró buen uso de las dobles cuerdas y armónicos y nervio rítmico, Barragán propició una inteligente alternancia de sonidos velados y plenos, con un toque de vibrato adecuado a esta música.

Noa Wildschut, Amadeus Wiesensee y Pablo Barragán © Sociedad Filarmónica de Valencia
Noa Wildschut, Amadeus Wiesensee y Pablo Barragán
© Sociedad Filarmónica de Valencia

En las sonatas de Brahms el peso del folklore no es tan evidente como en Contrastes, pero asoman cromatismos y giros que conservan cierto aire gitano. En la Sonata para clarinete núm. 2, op. 120  Barragán optó por un vibrato más tenue y lució equilibrio entre registros, claridad en la articulación y legato en el agudo. De color siempre bonito, destacaron la tersura de la mezza voce del inicio y la vocalidad expansiva de la melodía del Allegro appassionato, apasionado en su justa medida. El Allegro final desprendió una despreocupación un tanto fin de siècle vienés, alternando la gracia de algunas variaciones con el aroma popular de otras. Wiesensee, por su parte, supo aprovechar sus momentos de lucimiento y contribuyó con sus respiraciones a distribuir el discurso con claridad. 

La Sonata para violín y piano, op. 78 llevó el programa hacia un lirismo de raíz alemana, ya que se inspira en una de las canciones del ciclo brahmsiano Lieder und Gesänge, op. 59. Wildschut y Wiesensee se mostraron especialmente compenetrados en los pasajes en los que cantan la melodía en paralelo. El sonido cristalino de la violinista tuvo alguna dificultad para hacerse oír en algunos pasajes, una circunstancia no atribuible a ella, sino a la escritura: el compositor distribuye las voces del piano con tal amplitud que cualquier violín tiene complicado imponerse en determinados registros. En el tercer movimiento —donde se cita y transforma el mencionado tema Regenlied— brilló el contraste entre el punteado del piano y el contorno melódico, casi baladístico, entonado por el violín.

Como contrapunto a la sensibilidad brahmsiana, el trío concluyó con un efectivo —y efectista— ídem firmado por Paul Schoenfield, compositor estadounidense que ha indagado profundamente en la música de raíz judía. De ahí que esta pieza pueda situarse dentro del estilo klezmer, rebosante —como así fue— de glissandi, vibratos exagerados, contorsionismo en la afinación, contrastes en la articulación y un vértigo rítmico que estalló en la danza epitalámica final. 

Y, antes de despedirse, para calmar el espíritu, Wildschut, Barragán y Wiesensee —sorprendido allí mismo por un simpático gesto de sus compañeros en el día de su cumpleaños— eligieron uno de los valsettes de L’invitation au château, de Poulenc. Una auténtica delicia. 

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