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Una deslucida Pepita Jiménez abre la temporada de la Zarzuela

Por , 02 octubre 2025

La apuesta del Teatro de la Zarzuela por la joya albeniciana como inauguración de su nueva temporada resulta fallida, fuertemente lastrada por una dirección de escena errática y desaciertos clamorosos. A pesar del indudable interés de la peculiar reinterpretación de Pablo Sorozábal y de algunos destellos musicales, en última instancia, las sombras se imponen a las luces.

Escena de Pepita Jiménez en el Teatro de la Zarzuela
© Elena del Real | Teatro de la Zarzuela

La historia compositiva y escénica de Pepita Jiménez es compleja como pocas y cosmopolita a imagen de su autor. Compuesta sobre un libreto en inglés de su amigo y mecenas Francis Burdett Money-Coutts, el propio Isaac Albéniz produjo tres versiones distintas de la partitura. Sorozábal tradujo la ópera libérrimamente al español, reestructurándola íntegramente y convirtiéndola en tragedia, estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1964. Josep Soler realizaría una quinta versión para Perelada en 1996. Cada una de las ocho producciones subidas a escena hasta la fecha ha empleado un texto diferente (el inglés original, una traducción al alemán, dos al francés, dos al italiano y dos al español), en combinación con alguna de estas cinco versiones orquestales. Esta novena producción no rompe el patrón y toma como punto de partida la nueva revisión que Sorozábal llevó a cabo para su grabación de 1967, que el programa de mano postula como versión definitiva; lo visto el miércoles, en cualquier caso, distaba mucho de serlo. 

La deliciosa novela de Juan Valera está ambientada en un lugar indeterminado de una Andalucía idealizada y poética. En manos de Giancarlo del Monaco se podría localizar con más precisión por los cerros de Úbeda. Desaparece todo atisbo de poesía sin ofrecer a cambio ni relato coherente ni revelación convincente, la puesta en escena reducida a una sucesión de ocurrencias que provocaban en el público incredulidad, comentarios y hasta risas. 

Antoni Lliteres como Luis de Vargas, al fondo, Rodrigo Esteves en el papel de Pedro de Vargas
© Elena del Real | Teatro de la Zarzuela

Sin justificación aparente se nos escamotean el coro infantil y la danza que lo sigue, aunque sí se anuncian figurantes y bailarines. No contento con eliminar estas pinceladas de color local, Del Monaco destierra el color mismo de escena: la dura monotonía visual solo es aliviada por una buganvilla, retirada tras el acto I, y el incongruente vestido de cóctel color burdeos con el que Pepita preside el acto religioso del acto II. Daniel Bianco diseña una hostil estructura metálica de tres pisos, una especie de genérica corrala industrial. La iluminación lúgubre firmada por Albert Faura no permite apreciar el vestuario del siempre elegante Jesús Ruiz. Es una lástima: los esbozos escenográficos y figurines publicados en el programa apuntaban a efectos plásticos más sugerentes. Entre cortes de pasajes orquestales y tempi acelerados, la obra de hora y media queda reducida a 75 minutos, que la puesta en escena, sin embargo, consigue eternizar, como atestiguaba el lento goteo de personas que abandonaban la sala. La decisión arbitraria de hacer girar el ruidoso mamotreto durante uno de los pasajes más inspirados de la partitura, el preludio del acto II y el aria de Pepita “¡Ay!, noche embrujada de primavera en flor”, no evidencia respeto hacia la música, sus intérpretes o su público. 

Ángeles Blancas como Pepita Jiménez y Rubén Amoretti en el rol de Vicario
© Elena del Real | Teatro de la Zarzuela

Cuánto mayor es el mérito en estas circunstancias del éxito de Antonio Lliteres, quien de forma imprevista e inexplicada sustituía a Leonardo Caimi en el rol del joven seminarista Luis de Vargas. El tenor lírico se enfrentó con valentía a la exigente línea vocal reescrita por Sorozábal para dotarla de más dramatismo, resolviendo con exquisita sensibilidad el final de su aria del acto III, “Aquí la conocí”, lo que le valió merecidas ovaciones, y sorteando con arrojo los agudos exageradamente prolongados que prodiga Sorozábal. Fue el gran triunfador de la velada. Frente a él, una desubicada Ángeles Blancas, cuya voz dramática y estado vocal actual no se corresponden al papel de la joven viuda. Ana Ibarra, como la nodriza Antoñona, de timbre algo opaco y marcado vibrato, logró impresionar por su admirable línea de canto, impecable dicción y control de las dinámicas, así como su buena proyección. También acometieron con profesionalidad sus papeles Rodrigo Esteves como don Pedro, Rubén Amoretti —un lujo en vicario—, Pablo López en conde de Genazahar, y Josep Fadó y Iago García Rojas como sus compañeros. El coro titular —una presencia estática y siniestra, casi invisible en la penumbra— estuvo sobresaliente en su breve intervención, aunque se echaron mucho de menos los Pequeños Cantores de la ORCAM. Guillermo García Calvo logró contrastes interesantes en el célebre interludio, y ofreció una lectura siempre sugestiva y vivaz de la partitura. 

Cantantes, director musical y orquesta recibieron abundantes aplausos, pero hubo división de opiniones para el equipo escénico encabezado por un Del Monaco que recibió con actitud desafiante y provocadora los abucheos.

**111
Sobre nuestra calificación
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Crítica hecha desde Teatro de la Zarzuela, Madrid el 1 octubre 2025
Albéniz, Pepita Jiménez
Teatro de la Zarzuela
Guillermo García Calvo, Dirección
Giancarlo del Monaco, Dirección de escena
Daniel Bianco, Diseño de escena
Jesús Ruiz, Diseño de vestuario
Albert Faura, Diseño de iluminación
Orquesta de la Comunidad de Madrid
Coro del Teatro de La Zarzuela
Ángeles Blancas, Pepita
Ana Ibarra, Antoñona
Antoni Lliteres, Luis
Pablo López, Conde de Genezahar
Rodrigo Esteves, Don Pedro
Rubén Amoretti, Vicario
Josep Fadó, Primer Oficial
Iago García, Segundo Oficial
Fracaso de sainete con El bateo y La revoltosa
**111
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