La apuesta del Teatro de la Zarzuela por la joya albeniciana como inauguración de su nueva temporada resulta fallida, fuertemente lastrada por una dirección de escena errática y desaciertos clamorosos. A pesar del indudable interés de la peculiar reinterpretación de Pablo Sorozábal y de algunos destellos musicales, en última instancia, las sombras se imponen a las luces.
La historia compositiva y escénica de Pepita Jiménez es compleja como pocas y cosmopolita a imagen de su autor. Compuesta sobre un libreto en inglés de su amigo y mecenas Francis Burdett Money-Coutts, el propio Isaac Albéniz produjo tres versiones distintas de la partitura. Sorozábal tradujo la ópera libérrimamente al español, reestructurándola íntegramente y convirtiéndola en tragedia, estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1964. Josep Soler realizaría una quinta versión para Perelada en 1996. Cada una de las ocho producciones subidas a escena hasta la fecha ha empleado un texto diferente (el inglés original, una traducción al alemán, dos al francés, dos al italiano y dos al español), en combinación con alguna de estas cinco versiones orquestales. Esta novena producción no rompe el patrón y toma como punto de partida la nueva revisión que Sorozábal llevó a cabo para su grabación de 1967, que el programa de mano postula como versión definitiva; lo visto el miércoles, en cualquier caso, distaba mucho de serlo.
La deliciosa novela de Juan Valera está ambientada en un lugar indeterminado de una Andalucía idealizada y poética. En manos de Giancarlo del Monaco se podría localizar con más precisión por los cerros de Úbeda. Desaparece todo atisbo de poesía sin ofrecer a cambio ni relato coherente ni revelación convincente, la puesta en escena reducida a una sucesión de ocurrencias que provocaban en el público incredulidad, comentarios y hasta risas.
Sin justificación aparente se nos escamotean el coro infantil y la danza que lo sigue, aunque sí se anuncian figurantes y bailarines. No contento con eliminar estas pinceladas de color local, Del Monaco destierra el color mismo de escena: la dura monotonía visual solo es aliviada por una buganvilla, retirada tras el acto I, y el incongruente vestido de cóctel color burdeos con el que Pepita preside el acto religioso del acto II. Daniel Bianco diseña una hostil estructura metálica de tres pisos, una especie de genérica corrala industrial. La iluminación lúgubre firmada por Albert Faura no permite apreciar el vestuario del siempre elegante Jesús Ruiz. Es una lástima: los esbozos escenográficos y figurines publicados en el programa apuntaban a efectos plásticos más sugerentes. Entre cortes de pasajes orquestales y tempi acelerados, la obra de hora y media queda reducida a 75 minutos, que la puesta en escena, sin embargo, consigue eternizar, como atestiguaba el lento goteo de personas que abandonaban la sala. La decisión arbitraria de hacer girar el ruidoso mamotreto durante uno de los pasajes más inspirados de la partitura, el preludio del acto II y el aria de Pepita “¡Ay!, noche embrujada de primavera en flor”, no evidencia respeto hacia la música, sus intérpretes o su público.