Es toda una experiencia acudir a un recital de Joaquín Achúcarro, un pianista que transmite como pocos la belleza contenida en las grandes obras de su repertorio. De ahí que su presencia en nuestras salas suponga siempre un verdadero acontecimiento artístico. Lo que destaca en Achúcarro es su maestría para extraer el contenido musical y transmitirlo con un sonido inimitable. Así se percibió durante las dos horas que duró un recital variopinto en el que convivieron compositores como Falla, Chopin, Grieg, Rachmaninov o Brahms, y que se ofreció con ocasión del homenaje que la Universidad Autónoma de Madrid ha querido dedicar al profesor Francisco Tomás y Valiente.
El recital se inició con las Variaciones sobre un tema de Schumann, de Brahms. Es una obra que, como toda variación, presenta al intérprete dos dificultades elementales: el establecimiento claro del tema principal y la unificación en un todo coherente de las distintas secciones. Sin embargo, en manos de Achúcarro las variaciones se hilvanan, una tras otra, sin perder la continuidad del discurso musical, y el fraseo es una guía eficaz para reconocer siempre el material temático. Asimismo, el pianista hizo gala de un tratamiento exquisito del sonido, del pedal, y de un amplio dominio de las dificultades mecánicas de la partitura.
Seguidamente interpretó piezas de Chopin, esta vez con algo de desacierto en las que presentaban mayor demanda técnica, la Barcarola y la Polonesa heroica. La primera se resintió de numerosas imprecisiones y de un exceso de pedal que acabaron perjudicando el carácter rítmico y contemplativo de la obra; en la segunda se echó de menos una mayor claridad en la articulación, y la brillantez que cabría esperar de una obra de carácter heroico. En cambio, los dos Nocturnos (Op. póstumo y Op. 9 núm. 2) y la Fantasía impromptu propiciaron momentos de auténtica genialidad. La Fantasía destacó por la perspicacia del intérprete en la definición del fraseo, en la elección de la velocidad y en el ataque. Aquí resulta fácil someterse a la ostentación de recursos técnicos y hacer una exhibición de virtuosismo, pero Achúcarro optó por un enfoque íntimo y pausado que llenó al Auditorio de un ambiente mágico, que vino a incrementarse, si cabe, con la interpretación de los Nocturnos.
La segunda parte, en cambio, comenzó de manera imprecisa y apresurada con la Andaluza de Falla, quizá porque el maestro no aguardó a que el público tomara asiento para empezar a tocar y los primeros compases se confundieron con el barullo. A continuación, interpretó Montañesa, dotándola de ese peculiar sonido volátil, impresionista, y al mismo tiempo omnipresente, que es propio de Joaquín Achúcarro.