Siempre supone un riesgo para el espectador presenciar una ópera en versión concierto. La ópera requiere la conjunción de música, escenografía, vestuario y actuación, entre otras cosas. Despojada de los elementos definitorios de la ópera, la sola presencia de la música presupone el riesgo de caer en el tedio. Y con mayor razón en este caso, pues se trata de una ópera que no se cuenta entre las mejores del compositor, aún cuando contiene alguna de sus mejores arias. Pero también ocurre que la orquesta, desenterrada del foso, puede proponer una experiencia sonora diferente, y proyectar los elementos musicales que se encuentran en la partitura con otro tipo de claridad. Así ha ocurrido en esta singular versión que el English Concert ha ofrecido en el Auditorio Nacional, a las órdenes de un extraordinario Harry Bicket.
Ya desde la obertura se mostró evidencia de que, en esta ocasión, la música iba a tener significado por sí misma. El tono solemne representado en el ritmo majestuoso de los primeros compases ya prefiguró el carácter del héroe, y en la consiguiente fuga tan claramente articulada se anunció un cierto color festivo que anunciaba un conflicto que, a la postre, habría de resolverse felizmente. Posteriormente la orquesta iba a funcionar de manera excepcional en el acompañamiento de las voces, y en el hilo conductor del carácter emocional del texto, ajustando el afecto y el tempo para acomodarse a la situación “representada”. En este sentido Harry Bicket funcionó como un hábil director de escena, dirigiendo desde el clave con una seguridad evidente. En todo momento ofreció una claridad sin paliativos en las entradas, y propuso una concepción del contrapunto que parecía lidiar entre la claridad individual de las líneas melódicas y la proyección orquestal unificada.
A la vista de estas credenciales resultaba evidente que la música había tomado el mando de la situación, y por cierto, que teniendo la oportunidad de apreciarla sin otras distracciones, uno se pregunta cómo es posible que no se tenga a Rinaldo por una gran ópera. Aún no habían salido a escena los cantantes y ya era apreciable que los oyentes nos encontrábamos ante una concepción del entramado orquestal seria y memorable. Más claramente se evidenció esta tendencia cuando el clavecinista Tom Foster afrontó un solo de una dificultad imposible, que propició una de las mayores ovaciones de la velada.