Siempre es un misterio la razón por la que los directores que dominan un instrumento interpretan y dirigen a la vez una determinada partitura. Habrá motivos razonables, qué duda cabe, pero también hay consecuencias razonables, y estas, generalmente, se aprecian con toda claridad en una disminución evidente de la comunicación con la orquesta que, normalmente, no pasa desapercibida. Ante esta perspectiva, conviene preguntarse qué es lo importante, si mostrar que uno puede vérselas con todo al mismo tiempo, o si enfocarse en ser sobresaliente en una cosa y dejar la otra para quien se las arregle mejor. Esto viene a cuento porque en el concierto que nos ocupa hoy se dio una tendencia hacia la mejoría en función del papel que Renaud Capuçon ejercía respecto a su orquesta, la interesante Orquesta de Cámara de Lausanne.
Ejerció el director tres papeles representativos durante la interpretación de las tres obras programadas: director y solista en la de Mozart, primer violín en el Strauss, y director con batuta y partitura en la Sinfonía de Beethoven, por ese orden. Y ese es el mismo orden de calidad ascendente percibido en el devenir de este concierto, un resultado que tal vez debamos al mayor compromiso con la orquesta que iba mostrando Capuçon.
No logró un impacto significativo la interpretación del Quinto concierto para violín de Mozart, y eso que no le faltan pasajes de amplitud virtuosística, ni pasajes de ritmo marcado (resultó, por cierto, exagerado el efecto percusivo provocado por los arcos de los contrabajistas). Le faltó el carácter mesuradamente espontáneo que es tan propio de la música de Mozart, y le sobró solemnidad. Como decíamos, la falta de un director que marcara claramente las entradas produjo varios desequilibrios con la orquesta que, precisamente por el tipo de escritura, se percibieron aquí con toda claridad.