Un programa doble para una noche de calidad. Una conjunto sinfónico compuesto mayoritariamente por músicos de cámara, acostumbrados a brillar como individuos y reunidos en la Orquesta del Festival de Lucerna. Una reunión de camaradas que bien podría parecerse a ese sueño –o seguramente a esa pesadilla– de una orquesta de solistas. Una formación que en manos de su joven director, Andris Nelsons, produjo una nueva mirada, memorable, sobre una obra que algunos, inocentemente, considerábamos como ya explorada.
Los movimientos iniciales del plato fuerte de la velada, la Quinta de Mahler, ya mostraron las líneas maestras de la lectura de Nelsons: intensa y energética –por momentos casi excesiva– pero cimentada en unos tiempos lentos y dolorosamente retardados que sin embargo no quitaron ni un ápice de fuerza ni sentido a la interpretación. Una potencia que, una vez desencadenada, el director controló físicamente, como una danza en éxtasis y contorsiones sobre el podio. Si hay directores que dirigen con todo el cuerpo, es inspirador comprobar cómo el letón, con modos de bailarín, lo hace en gran medida con las piernas.
Mahler, con sus composiciones tímbricas, necesita claridad en la ejecución. Nelsons sin duda entiende este aspecto, pero fue un paso más allá, separando las secciones, prestando una atención esmerada y prolongada a cada nota y en definitiva haciendo una deconstrucción precisa de las texturas orquestales.
En esta descomposición, los metales destacaron a costa de cuerdas. Ya desde la primera fanfarria, severa precisa e imponente, quedó claro que la estrella de la representación –con perdón del propio Nelsons–, iba a ser el trompeta solista, Reinhold Friedrich. Este profesor de Karlsruhe es ya una leyenda malheriana, y conserva un merecido magnetismo que el director supo aprovechar durante toda la sinfonía; el primer movimiento, por ejemplo, se convirtió por momentos en algo así como un concierto para orquesta y trompeta. Estuvo impecable en todos los registros técnicos y conmovedor en los emocionales. Asombra comprobar la versatilidad y resistencia de unos labios que, tras protagonizar repetidos anuncios atronadores, son capaces de fluir hacia pianos delicadísimos llenos de matices. Él sabe lo que vale y lo muestra hasta en su indumentaria: fue el único de la orquesta sin corbata y con camisa oscura. A los artistas geniales se les agradecen estas pequeñas extrentricidades.