Existen estudios científicos que tratan el desarrollo de las crisis personales recurriendo a temas cuanto menos excéntricos, tal es el caso del crecimiento de la barba. Algunos artículos se han hecho eco atrayendo al lector con títulos llamativos ("Los hombres de barba esconden algo"); otros, evolucionistas, concluyen que todo gira en torno al deseo de demostrar fortaleza. Cierto o no, ambas posturas comparten un hecho: la imagen contribuye a definir y describir. O, parafraseando a Walt Whitman "contribuye a configurar nuestra identidad".
O bien Brahms quería ocultarnos algo, o bien quería demostrarnos con su Concierto para piano núm. 2 un ejemplo mayúsculo de autoconfianza. Elisabeth Von Herzogenberg recibía en la época una carta del compositor con las siguientes palabras: "He compuesto un muy pequeño concierto para piano". Humilde descripción para aludir a una de las creaciones más difíciles, técnicamente hablando, de la literatura pianística. Hemos tenido la oportunidad de escuchar la interpretación de Garrick Ohlsson, primer estadounidense ganador del Concurso Internacional de piano Frédéric Chopin (1970), junto a la Orquesta Nacional de España y bajo la batuta de Juanjo Mena, reciente Premio Nacional de Música (2016).
Desde el comienzo se aprecia que esta creación, más que concierto para piano, es, principalmente, una obra concebida sinfónicamente. Ohlsson, con una sonoridad potente y grandiosa, encajó perfectamente con la interpretación de la orquesta, de sonoridad empastada en todo momento. En el primer movimiento pudimos apreciar amplios desarrollos temáticos, en el que la introducción de numerosas melodías manifiestan la creatividad del autor, y en donde el drama sobresalió a manos del pianista. Éste mostró no sólo un dominio del instrumento tanto técnico como sonoro sobresaliente, sino un sonido lleno, redondo y completamente integrado con la orquesta. Escuchamos momentos evocadores, reflexivos y de diálogo, que culminaron en una explosión grandiosa. El segundo movimiento resulta llamativo, pues con él, Brahms decidió alterar la estructura de concierto clásico. A él se refería su autor en su correspondencia como "un pequeño y tierno Scherzo". Se inicia con un vehemente tema y destaca por un rico lenguaje contrapuntístico. El pianista marcó el "appassionato" desde sus inicios, algo que contrastó de manera sobresaliente con los pasajes líricos. En este movimiento también llamó la atención esos guiños graciosos perfectamente definidos y producidos por las síncopas de la orquesta, que esbozaron el eco del que sería el carácter que se retomaría de manera más clara en el último de los movimientos. La calma llegó en el tercer movimiento: poesía pura. En él encontramos los orígenes del Lieder "Immer leise wird mein Schlummer". Testigos de una conversación susurrada llena de destellos pianísticos y violonchelísticos, la expresividad, tocada por breves momentos de amargura que se transformaban siempre en luz, sobrevoló toda esta creación. El último movimiento, coqueto y juguetón, lleno de imitaciones y diseños dinámicos que se contraponían a los que simulaban un carácter de arrastre, concluyó una obra que, sin duda, fue un verdadero lujo escuchar. Está claro que Brahms pecó de modesto al afirmar que se trataba de un "pequeño" concierto. Ohlsson pareció no asombrarse ante el cúmulo de toses que tuvo que escuchar entre movimiento y movimiento. Pero, ¿de verdad es necesario toser tanto o se trata ya de una incontrolable necesidad de sentirse escuchado? Sea lo que fuere, como toque final, el pianista nos ofreció el Vals op. 64 nº 2 de Chopin, que puso de manifiesto el porqué de aquel primer premio ganado hace la friolera de cuarenta y seis años.