A estas alturas de la historia, a más de un siglo de su creación, ya no es necesario hacer una presentación del Orfeón Donostiarra, pero conviene seguir haciéndose eco de sus extraordinarias actuaciones, y propagarlas para conocimiento de aquéllos que, entusiastas de la música coral, deseen probar la experiencia de un acontecimiento vocal inolvidable. El Orfeón ha recalado en Madrid en el marco de los conciertos de A+música, una asociación que también conviene seguir con interés, por contar entre sus postulados con la iniciativa de ayudar en la promoción a los jóvenes músicos. En este proyecto participa la Orquesta de Cámara Andrés Segovia, que también pudimos apreciar en el presente concierto, eficientemente comandada por José Antonio Sainz Alfaro.
Y nada menos que con dos tamañas obras de Mozart presenciamos este feliz conciliábulo de intérpretes: la Misa en do mayor, también llamada de la Coronación; y el enigmático Réquiem, que comparte su autoría, como todos sabemos, con el compositor Süsmayr.
Apuntemos, para empezar, que la Orquesta salió afinada al escenario, y que no recibió a su público con el caos sonoro que es tan habitual en otras formaciones, sino que dio comienzo a las obras sacras con el recogimiento y la concentración que se merecen. La Misa irrumpió, pues, sin titubeo alguno: un gesto enérgico y eficaz del director marcó la entrada a un Kirie solemne que se repitió cuatro veces hasta culminar en un Eleisson sobrecogedor; en estos compases iniciáticos se destacó el poderoso timbal, omnipresente pero sin descollar, muy bien equilibrado dentro del conjunto coral.
Cuatro kiries bastaron para hacerse una idea de por qué el Orfeón Donostiarra merece la fama que le precede: principalmente porque funciona como un conjunto en el que nunca se escucha la voz aislada de un componente, y porque todos funcionan en atención al sentido musical impuesto por el compositor. Se trata aquí de una plegaria, y como tal se sintió, como la unificación en una sola formación de un sentimiento universal. A partir de aquí su sonido resultó siempre monumental, pero en las ocasiones pertinentes también se mostró tímido, exacerbado, terrible e introvertido.