La rotundidad del primer movimiento, la intimidad de las dos Nachtmusiken, el hiriente Scherzo central o el caricaturesco final hacen que la Séptima sinfonía de Mahler se haya ganado el apelativo de la sinfonía más difícil del compositor austriaco. No hablamos solamente de los aspectos técnicos, de la complicación de amalgamar esa gran orquesta, sino de la capacidad de conjugar movimientos tan dispares que se resisten a ser recogidos bajo una unidad formal y una intención unívoca. Por tanto, se auguraba ya como una prueba importante para la Orquesta Nacional y su director titular, que a lo largo de las temporadas sigue profundizando su labor mahleriana con la formación.
Atacó Afkham con decisión el primer movimiento, con un sonido robusto desde los primeros pasajes, sin timidez, confiando en la sección de metal de la ONE que tenía un notable protagonismo a lo largo de toda la obra con múltiples intervenciones de prácticamente la totalidad de los solistas. Para este primer movimiento, el director alemán optó por mantener las capas sonoras bien compactas, orientándose más hacia el impacto global que en la recreación de cada pasaje, con una lectura más enérgica que reflexiva, y con cierta aspereza tímbrica, puede que no del todo intencional.
Con un empaste más redondeado, jugando con unas dinámicas mucho más discretas y sutiles que en el movimiento anterior, se abrió la Nachtmusik I. Fluyó el diálogo inicial entre las trompas y el viento madera, con un tiempo bastante vivaz, envolviendo al oyente en esa atmósfera que encuentra su base en la cuerda. Aquí Afkham sí puso mayor detalle en las texturas y marcó unas transiciones transparentes, en las que los contrastes estuvieron contenidos para favorecer un gesto amable y ensoñador que la orquesta supo acompañar con gusto y concentración.
Por otro lado, el Scherzo es una quiebra del placentero clima anterior. Prevalece la atmósfera nocturna, pero sin una verdadera quietud. Las melodías asumen un fraseo nervioso, empezando por el arremolinarse inicial de los violines que se contagia paulatinamente a las demás secciones. Afkham insistió en el gesto –sin batuta a lo largo de toda la sinfonía, pero atento a la partitura– para hilvanar bien el tejido rítmico y que no decayera la tensión. Cada intervención es una aparición, fugaz y latente al mismo tiempo, algo que se tradujo en un logrado equilibrio entre las partes, acompasando las intervenciones en un complementariedad, como si de una respiración se tratara.