Aparece con sorprendente evidencia como el tema de la muerte interesó a Richard Strauss a lo largo de su arco vital, con una circularidad temática y transversal a los géneros que el compositor alemán recorrió en su extensa trayectoria. Es la muerte bajo el prisma romántico, con su abismalidad, pero también con los últimos sobresaltos de una existencia que se resiste frente al inevitable hecho. El monográfico dedicado por Josep Pons y la Orquesta Nacional de España en este Sinfónico 16 aspiraba a ilustrar la centralidad de este tema en la obra del compositor, mostrando las conexiones entre las piezas en programa así como su evolución.
Josep Pons mantiene una solida relación con la ONE y sus visitas en las últimas temporadas suelen ser de lo más provechosas, tanto por la confección de los programas, como por los resultados alcanzados en sendos conciertos. Adelantamos que, en efecto, en esta ocasión también las expectativas se vieron satisfechas, especialmente en las obras de apertura y cierre.
Arrancaba el programa con Muerte y transfiguración, obra de relativa juventud, en la que esos vaivenes ligados al traspaso se tiñen de un halo heroico y abren a una perspectiva de sublimación. Pons optó por unos tempi intermedios, lo suficientemente distendidos para permitir una exposición del material bien cincelada en detalles, pero sin caer en un complacimiento sonoro. La riqueza de medios estuvo al servicio de una organización meticulosa del discurso, atenta a recursividad de motivos y orientada hacia la construcción del clímax. Desde luego, fue apropiada la variedad de dinámicas empleadas, desde el pianissimo de los compases iniciales hasta la explosión del tema de la transfiguración. Gran protagonismo de la sección de metal, sin duda, que exhibió un empaste contundente pero que Pons siempre supo integrar sin excesos en el conjunto orquestal, gracias también a un fraseo nítido y preciso en todo momento.
En la siguiente obra, los icónicos Vier letze Lieder, la ONE estuvo acompañada por Anne-Sophie Duprels, quien sustituía a la finlandesa Värelä por enfermedad. La soprano francesa destacó en su tercio alto, donde articuló brillantes vocalizaciones, así como una entonación cuidada y un tesón dramático a la hora de recorrer los textos de Hesse y Eichendorff. Sin embargo, le faltó caudal y potencia en la zona baja, resultando casi imposible escucharla en numerosos pasajes. Así mismo, la dicción no estuvo particularmente pulida, lo que desdibujó la nitidez que, por el lado orquestal, Pons se esforzó en buscar. Cabría decir que el equilibrio entre solista y conjunto compete al director, aunque es cierto que este se mostró coherente con las pautas marcadas anteriormente en relación al volumen, a las dinámicas y al empaste sonoro, por lo que en efecto faltó cierta potencia a la soprano. Aun así, no dejó de ser una ejecución de buena factura, con notable detalle en las texturas orquestales, y que desarrollaba esa evolución straussiana en el tema de la muerte, desde el ímpetu del poema sinfónico hasta el clima de despedida de estas últimas canciones.