Se aproxima el período navideño y, con él, las programaciones habituales de nuestras salas de concierto, tan pródigas en Mesías y Novenas. Tal vez este carácter típico produce en ocasiones interpretaciones algo rutinarias, y los asiduos a los conciertos debemos escoger con mucho cuidado la formación que más nos atrae. Nosotros nos hemos inclinado por la Novena de Nicola Luisotti y la Orquesta Sinfónica de Madrid; en los últimos días han recibido muchos halagos por su interpretación de Turandot en el Real, y hemos querido ver cómo se desenvuelven en esta enorme Sinfonía fuera del foso de la ópera. Vaya por delante que la elección ha sido un enorme acierto.
Este acierto se ejemplificó en los primeros compases del Allegro inicial, en cuanto Nicola Luisotti dio la entrada a un excepcional pianísimo ejecutado sin dificultad por las cuerdas y las trompas, con un tempo ágil y sin concesiones. Inmediatamente los violines entonaron el característico intervalo de dos notas, apoyado por los contrabajos y por una intensidad dinámica que iba creciendo ferozmente, buscando con inquietud un tremendo fortísimo de toda la orquesta, engrandecido por un timbal que se mantuvo soberbio a lo largo de toda la obra. Pues bien, en ese tutti fortísimo cuyo sonido rebotaba por todas las paredes del Auditorio se sentía a Beethoven presentándose como un gigante: ¡Apartaos, aquí estoy yo!
Desde estos primeros compases hasta el final de la Sinfonía no se perdió en ningún momento ni un ápice de la intensidad expresiva que exige Beethoven para cumplir su propósito de ofrecer alegría y fraternidad. Del tremendo Allegro inicial pasamos (sin apenas una tos), a un frenético Scherzo que zarandeó a la audiencia de un lado a otro sin contemplaciones. Entre las acometidas del director y del timbalero se perpetuó entre las cuerdas un duelo fugado cuyo imponente efecto se benefició de una meticulosa atención a la articulación y al fraseo. Un ejercicio de eficacia orquestal excepcional que bien hubiera merecido una enorme ovación si acaso hubiera concluido ahí la Sinfonía.
Pero mejor que continúe. El Adagio se convirtió en un grandioso contrapunto a los alardes de los movimientos anteriores. Al carácter enorme y extrovertido se antepuso el sentir más lírico por medio de una insuperable atención al legato y a la declamación. Aquí se presentó la liberación producida por esas primeras notas descendentes entonadas por los fagotes y los clarinetes, inmediatamente alzadas por los violines. Toda posible tacha humana quedó en este movimiento comprendida, perdonada y redimida. Un tercer movimiento que difícilmente olvidarán quienes asistieron a su interpretación.