La Fura regresa a Madrid de la mano de Alex Ollé, uno de sus más insignes miembros, con una producción que, como es de esperar en su caso, se centra en lo monumental y lo espectacular. Es este un trabajo de artificios, astucias y artimañas, que mantendrá al espectador con los ojos abiertos, asombrado, aunque las sensaciones probablemente no le pasen más allá de retina. Ese lenguaje de La Fura ha motivado que desde su domesticación y paso al mundo de la ópera, se les acuse con frecuencia de banales; una valoración fruto de un análisis incompleto. Durante todos estos años algo se ha mantenido como una constante en la producción de esta formación, la fusión de sus inventivas con sus mensajes. Sus elementos orgánicos en el comienzo de su carrera, sus maquinarias articuladas más tarde y las técnicas audiovisuales utilizadas en los últimos años no son instrumentos al servicio de otro fin mayor, sino que en sí mismas conforman la esencia de sus propuestas escénicas. En su caso, y recuperando la célebre idea de McLuhan, "el medio es el mensaje".
Hay un aspecto indiscutiblemente innovador y fascinante en su uso de las proyecciones: múltiples, simultáneas, sobre superficies irregulares y perfectamente integradas con los elementos de atrezo. Es imposible no asombrarse en este Holandés al observar todo un océano estallar en el escenario, o un buque de inmensas dimensiones atracar en un paisaje costero que, inexplicablemente, logra extenderse hasta más allá de los límites físicos de la caja escénica. Hay que aplaudir además que el director no se deje dominar por la euforia tecnológica y trate con mesura estos efectos, sabiamente, deslumbrando solo cuando la historia lo demanda.
Pablo Heras-Casado se enfrenta en esta ocasión a su primer Wagner, siempre un gran riesgo, y aunque realiza un trabajo meritorio y cuidado, tropieza con algunos escollos en la interpretación. En los momentos con la orquesta en pleno logra crear una notable intensidad, cimentada en los metales en detrimento de la sección de cuerdas, sin perder en ningún momento la claridad en el sonido. Es el suyo un notable trabajo sinfónico que olvida, sin embargo, una de la principales características de la orquesta en las obras de Wagner, incluso en una tan temprana como el Holandés: su función narrativa. Se echan de menos la agitación inherente a la partitura y el libreto, los matices descriptivos expresados en acentos, las sutilezas en los tiempos y las dinámicas. Esto se hace evidente sobre todo en los tres grandes diálogos de la obra, donde la actuación y el canto de los personajes se abandonan a su suerte, y el foso, cumplidor, pero monótono, en vez de generar el caudal dramático para la acción, tan solo la acompaña.