Como parte de la programación especial con la que están celebrando su cincuenta aniversario, los Nash Ensemble ofrecieron la pasada noche un curioso programa integrado en su mayoría por música española. El conjunto londinense nos llevó de viaje desde Granada a Cádiz, pasando por Linares en un recorrido lleno de pasión y buen hacer, donde disfrutamos de coloridos paisajes e historias de amor y desamor.
Cinco miembros del ensemble abrieron la velada con la versión para quinteto de viento de Le tombeau de Couperin de Ravel. En un arreglo de Mason Jones de 1970, basado en las dos versiones que el propio Ravel realizó. Arrancaron con un tempo muy vivo, la flauta, el oboe y el clarinete ofrecieron un Prelude lleno de color, y estuvieron brillantes en sus líneas individuales con el fagot y la trompa como sustentos en un segundo plano. En el Menuet nos brindaron un estupendo empaste entre las largas melodías y las armonías más audaces tomaron el protagonismo, lástima que llegaban con cierto miedo a algunas cadencias en pianissimo. En el Rigaudon volvieron a tomar pleno control, explotaron la mezcla de timbres y ofrecieron una magnífica sonoridad en los solos.
El impresionismo de Ravel dio paso a la música de Falla, que dominó el resto del programa. La elección de la mezzosoprano Bernarda Fink pareció acertada, ya que dado su origen argentino interpretó su parte en un perfecto castellano. La mezzo junto al pianista Simon Crawford-Phillips interpretaron las Siete canciones populares en un recorrido algo desigual. Ambos aportaron bastante gracia, aunque en ocasiones, concentrados en hacer bien cada uno su parte, faltó cohesión entre ambos. Fink, por su parte, se centró en ofrecer una interpretación con tendendia a lo natural, pero resultó escasa en resonancia y en volumen la voz sin mucha impostación. Sonaron especialmente bien El paño moruno, la Asturiana y la Nana, interpretadas con mucha delicadeza y ternura, y en las que pudimos disfrutar del bello timbre de la mezzo.
El acto I de El corregidor y la molinera fue una brillante y entusiasta interpretación llena de fuerza y melodismo en la que Juanjo Mena se recreó en lo cómico de la música, tan fuertemente sujeta a la escena para la que se concibió. En una sencilla visión de la obra destacaban las líneas individuales de los distintos instrumentos en contrastes con los tiempos fuertes y los contratiempos. La recurrente melodía de la jota, muy rítmica, junto a los divertidos guiños de la partitura daban forma esta pieza, que reflejó una fuerte impronta cómica.