Afortunadamente, cada representación de ópera es distinta y en cada una de ellas aprendemos una nueva dimensión de la partitura y el libreto. Hay valor en la variedad de miradas. Pero también hay aspectos de cada ópera que son sencillamente irrenunciables. En Tristan und Isolde, lo único que no puede faltar para una buena representación es ese continuo creciente de tensión musical –también carnal y espiritual– no resuelta. Es su misma esencia y es, precisamente, lo que no acaba de generarse en la producción que nos ofrece Les Arts estos días.
El foso, en las manos de James Gaffigan es el principal responsable de esta falta de voltaje. Tras un muy prometedor preludio, su dirección viró hacia un sonido empastado con poco mimo a los motivos conductores que vertebran el drama. Cuesta encontrar en las cuerdas la amenaza de la tormenta del primer acto, o la tristeza del rey traicionado en las maderas del segundo, o el dolor expectante en los trémolos aligerados de tercero. No estoy hablando aquí de cuestiones técnicas, sino profundamente trágicas; esa es la magia y la dificultad de las partituras wagnerianas. Si un buen Tristan debe experimentarse con agitación en la respiración y la inquietud que produce el sentirse elevado a varios centímetros del asiento, este se contempla con inapropiada placidez, recostado confortablemente en la butaca.
Del cuarteto protagonista, Stephen Gould fue sin duda el artista que más verdad interpretativa trajo a la función. Ha sido un Tristán de referencia durante muchos años y, aunque ya parece estar en fase de salida, entiende bien las necesidades del papel. Canta, actúa y resiste la titánica tarea, hasta un tercer acto en el que, con arrojo y desasistido desde el foso, construyó un Tristán más valiente que doliente. La wagneriana Ricarda Merbeth –maravillosa Senta y cuestionable Brunilda– nos ofrece una Isolda con vocación de canto impecable y, por esto mismo, gélida y poco versátil. Sobre una base de canto monótono, asoman unas notas agudas correctísimas, brillantes, emitidas en máscara, con la regularidad fiable de un rayo láser. Pero no hay en ellas rastro del viaje emocional en el que Isolda se sumerge. En complicidad con la orquesta, no encontramos en su canto las contradicciones del primer acto, ni el amor frenético del segundo, ni un éxtasis creíble en el tercero.