Aida es uno de los títulos indiscutibles de Verdi, con su brillante partitura y una extraordinaria continuidad dramática de los actos III y IV. Sin embargo, cada nueva producción se enfrenta a los mismos dilemas de cómo dar sentido a su parafernalia orientalista sin eclipsar las intimidades del triángulo amoroso. Pocos directores han evitado las evidentes coordenadas egipcias del libreto y la mayor parte de las veces lo que se suele ver en escena es un superficial y templado historicismo. Para su segunda temporada después de la reapertura en 1997, el Teatro Real no se quedó a medias y encargó una producción sin complejos, llena de clichés, repuesta ahora por primera vez en el teatro. A pesar de algunos logros escénicos, la dirección de escena pasada de moda y en ocasiones torpe a punto estuvo de chafar una gran noche vocal a cargo de un reparto de primera línea.
La producción de Hugo de Ana parece estar únicamente dirigida a crear grandes fotogramas fijos para cada escena de la ópera. Logra una profundidad asombrosa en el escenario, gracias a una artera combinación de escenografía construida, trampantojos, espejos y proyecciones. La suntuosidad funciona en el Acto II, donde una enorme pirámide, con todo el coro masculino, avanza desde el fondo del escenario. Aparte de eso, la producción es poco más que una aparatosa sucesión de clichés vacíos (momia incluida), pobremente unidos por una coreografía sin sentido y una dirección de actores que brilla por su ausencia. Entre otros fallos, la representación de los cautivos Nubios como un pueblo primitivo, con ridículo maquillaje negro, llegó a ser ofensiva. Seguramente la producción ya debió de parecer algo polvorienta hace veinte años, pero es que ahora ya da la sensación de estar fuera de lugar.
La principal atracción de la noche fue la confrontación de los estilos dramáticos y vocales opuestos de las dos princesas. Liudmila Monastyrska lo jugó todo a su poderosa voz de soprano spinto y a punto estuvo de ganar la apuesta. Su centro increíblemente rico y denso, con una tonalidad característicamente gutural, compensó la evidente falta de profundidad dramática de su Aida, y sus agudos a plena voz volaron felizmente sobre la orquesta y el coro en los conjuntos del Acto II. Más convincente en las partes heroicas, su atronador “Ritorna vincitor” prometía una gran noche que no terminó de redondear del todo en los Actos III y IV, donde la vertiente lírica del rol dejó al descubierto sus debilidades, en especial por una dicción muy difusa, un “O patria mia” algo ausente aunque con buenos pianissimi, y un duo final con poca emoción.