El Falstaff de Verdi es un milagro musical. Cada detalle en su ingeniosa partitura revela la mano juguetona del viejo maestro que condensó en una broma final todo el humanismo de su carrera. Pero la sabiduría tiene un precio: la caída del anti-héroe más simpático de toda la ópera italiana deja un regusto melancólico que la fuga final sólo puede enmascarar durante unos minutos. Al contrario que el castigo moral a Don Giovanni, Falstaff es víctima de una vendetta infantil sin justicia ninguna. El nuevo Falstaff del Teatro Real también terminó con sabor agridulce, pero no por los motivos correctos. Diecisiete años después del último Falstaff en este escenario, una nueva producción algo inconclusa y un reparto desigual impidieron un retorno más alegre.
Laurent Pelly parece el director perfecto para poner en escena Falstaff, tanto que he tenido que mirar dos veces para confirmar que no la había dirigido antes. Su toque irresistible para la comedia auguraban una versión delirante del mito pantagruélico de Falstaff, pero eligió por el contrario un enfoque sobrio, rebajando todos los elementos cómicos de la historia. La escenografía de Barbara de Limburg ofreció un ambiente costumbrista, situada en algún momento de los años setenta y con estética de comedia negra británica. Reforzó el contraste entre el mundo sórdido de Falstaff, un pequeño pub polvoriento que se agranda o encoje dependiendo del humor de Sir John, y los dominios de las alegres comadres, una estructura imponente de madera, mitad intrincada escalera, mitad tribunal. La sombría iluminación de Joël Adam contribuyó a la palidez general y reforzó lo que terminó siendo el principal mensaje de la producción: la alegría puede brillar en muchos tonos de gris, porque la comedia forma parte de la realidad y no necesita de lo excepcional para estallar.
La principal víctima de esta perspectiva tan sobria fue el propio Falstaff. En el libreto, Sir John es un caballero decadente con un blasón dudoso, pero es parte de pleno derecho de la alta sociedad de Windsor, y es por eso que Alice y Meg se preocupan por sus licenciosos asaltos. En la producción de Pelly, sin embargo, no hay ninguna pista del rango de Falstaff y sí una separación tan marcada entre los dos mundos que el núcleo cómico de la obra se difumina. La actuación de Roberto de Candia tampoco ayudó. Su voz de barítono lírico estuvo muchas veces demasiado lejos del registro del personaje, con unos graves pobres y falto de color. Su dicción fue impecable, casi demasiado elegante en el contexto de la producción, y el fraseo fue correcto, pero plano. Su Falstaff es más un viejo parroquiano con el que tomarías una cerveza, que el espíritu universal y revoltoso que las palabras y la música sugieren. A su lado, Valeriano Lanchas fue un Pistola rotundo, con un timbre áspero de barítono que encajaba perfectamente en el ambiente de taberna, y Mikeldi Atxalandabaso brilló como el maquinador Bardolfo, gracias a su color brillante y voz perfectamente colocada.