El 33 Festival de Música de Canarias dio comienzo este año marcado por un cambio de rumbo en el que se incrementaron los conciertos de mediano y pequeño formato y se dio más protagonismo a los talentos locales. El hecho de apuntar más hacia lo cercano, ha hecho posible que este año se haya podido programar, como uno de los platos fuertes, una obra tan hermosa como de singular complejidad: los cantos del Gurre de Arnold Schoenberg. Composición que marcó para su autor un último canto de cisne de un estilo musical, el Romanticismo, antes de romper abruptamente las reglas que habían marcado con gran fertilidad los cien años anteriores, para lanzarse hacia una vanguardia que aún hoy sigue sin ser del todo comprendida. Y es que, a diferencia de otras obras de Schoenberg, la complejidad de los Gurrelieder no reside, ni mucho menos, en su estilo musical, sino en los medios necesarios para su ejecución, ya que requiere una plantilla de unos 150 músicos, solistas y coro, por lo que la oportunidad de escucharla en vivo es siempre un acontecimiento.
Comandados por la batuta de Josep Pons, buen conocedor de la obra, se unen para la ocasión efectivos de la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria y de la Orquesta Sinfónica de Tenerife para cubrir entre ambos la elefantiásica plantilla orquestal requerida por Schoenberg. En el comienzo de la primera parte, admiramos el hermoso colorido que recrea la atmósfera de fantasía medieval, si bien en los forte se aprecian desajustes que denotan la necesidad de más ensayos. Una obra tan monumental y compleja, que requiere la unión de instrumentistas de diferentes formaciones, necesita bastante más tiempo de ensayo que el habitual para crear un sonido empastado y homogéneo que aquí echamos de menos, ya que con frecuencia llegó a resultar estridente, algo caótico y falto de cohesión y elegancia sonora. Los chelos, en cambio, destacaron favorablemente con una hermosísima y carnosa sonoridad en los pasajes en los que adquirían protagonismo.