Culmina la Serie Barbieri en la temporada de Ibermúsica, y lo hace con un concierto que no tiene nada que envidiar a sus predecesores. Si en anteriores reseñas nos hemos hecho eco de ilustres visitas, hoy no podemos menos que celebrar la presencia de la Gewandhausorchester Leipzig, que se precia de ser la orquesta más antigua de las que se conocen. Nada menos que desde 1743 viene ofreciendo conciertos y, si las fuentes nos son fieles, ostenta el privilegio de haber interpretado las nueve sinfonías de Beethoven, estando vivo el maestro de Bonn. Estrenó también el Concierto Emperador, y hoy nos lo ha traído de nuevo, si bien en unas condiciones bien distintas a las originales.
Desde luego, habida cuenta de esta tremenda longevidad, los componentes de esta formación han tenido tiempo de sobra para conocer sus criterios individuales, y han sabido unificarlos eficientemente para atender a los propósitos del compositor. En esto de unificar criterios parece un buen maestro su nuevo titular, Andris Nelsons, que viene de comandar a la Sinfónica de Boston, y así lo ha demostrado en este concierto. En primer lugar, ha sabido contenerse en la versión un tanto amilanada del Emperador de Bronfman y, tras el descanso, ha ofrecido una interesante lección de unidad estructural en la Sinfonía de Brahms.
Prometían una interpretación magistral los primeros compases del Concierto Emperador, al menos desde el punto de vista mecánico. Bronfman acometió el representativo arpegio de mi bemol mayor con una seguridad digital encomiable y una notoria limpieza. Pero faltó el fortísimo, ese golpe de efecto indiscutible que en el mundo de Beethoven siempre dice “¡aquí estoy yo, abridme paso!”. También escaseó el humor y la majestuosidad en el Allegro inicial, quedando al final del movimiento la sensación de que el solista se entendía mejor con los pasajes más introvertidos y líricos.
En este aspecto ni una tacha. Sobre todo en el segundo movimiento se notó un dominio magistral del sentir expresivo. El sonido cristalino resultó muy sereno, pero al mismo tiempo omnipresente, y la articulación muy clara. Luego el Rondó se estableció en el marco de las mismas pautas generales: un sonido exquisito en los momentos más delicados, pero poca exaltación en los más grandiosos. Ofreció además dos propinas, la Arabesca de Schumann y el Precipitato de la Sonata núm. 7 de Prokofiev, pero ninguna alcanzó a aportar gran cosa a lo hasta entonces escuchado; la Arabesca interpretada con escaso fraseo y con bastante premura, y el Precipitato, aún con toda su espectacularidad, se sintió como una nota discordante tras el gran entramado de la música de Beethoven.