Quedó sentenciado: la unión entre la Gewandhausorchester de Leipzig y Andris Nelsons puede considerarse entre lo más interesante del panorama musical actual. No haría falta, en efecto, dar muchas razones de ello, sino que sería suficiente poder asistir a un concierto suyo para poder constatarlo uno mismo. Aquí, en los límites que la palabra se dicta a sí misma, intentaremos devolver al lector algo de lo vivido anoche y dar (esas innecesarias) razones de nuestro juicio sobre el que era además el último concierto de la serie Arriaga de esta temporada de Ibermúsica. Valdría hablar de la tradición, más que conocida, de una formación que estrenó obras de Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn y Wagner o cuyo director ostenta el título de kapellmeister, término teñido de historia. Igualmente interesante es la huella que Nelsons está imprimiendo a la formación, abriendo alguna brecha en el siglo XX y plasmando un discurso profundo y riguroso. En este sentido, el programa de anoche fue representativo de ello: el Concierto para violín núm. 1 de Shostakovich para marcar esa profundidad y seriedad y la Quinta sinfonía de Tchaikovsky para brillar y suscitar entusiasmo.
El Concierto de Shostakovich es una de esas obras que contribuyó a la tensa relación del compositor con la URSS, especialmente en los años de Stalin. La composición tiene dos almas, complementarias en cuanto doblegadas la una a la otra, recíprocamente. El despliegue auroral del primer movimiento dejó ver la marca de la casa: un despertarse pausado, apuntando bien todos los detalles, una centralidad de la cuerda y una dialéctica sutil y bien trabada entre la solista, Baiba Skride, y el conjunto orquestal. El violín solista no es héroe de guerra, cuanto un guía cansado que conduce a un pueblo igualmente extremado, la orquesta. Sus discursos se entremezclan, a veces chocan. Nelsons dirigió con sosiego pero con pathos, emulando a menudo el gesto de ahondar en las vísceras de una sonoridad abismal para sacar a la luz esa desesperación. Fue un primer movimiento al borde de la perfección. El segundo tiempo, más brillante y vivaz, estuvo bien construido y ejecutado tanto por la solista como por el conjunto aunque resultó algo rutinario. La Passacaglia retomó el clima del primer movimiento: un divagar del violín por el tejido de la orquesta, un lirismo sin concesiones, una contemplación sin reparos de la desolación. Y un nivel altísimo en la interpretación. Mención especial a Skride que en la cadencia entre el tercer y cuarto movimiento hizo suyo el proverbio según el cual la calma es la virtud de los fuertes: desde los desencarnados motivos iniciales fue obrando la metamorfosis hasta la danza macabra del último tiempo, en el que Nelsons aplicó unos contrastes bien definidos, jugando con las contraposiciones hasta el estallido final.