Toda orquesta inglesa que se precie debe tener en su repertorio a Edward Elgar o, en su defecto, también se admitiría a Vaughan Williams. Lo digo como algo completamente positivo, siempre es importante recalcar el valor del producto de la tierra y Elgar es casi tan representativo de Inglaterra como el Big Ben o la Union Jack, ya puedes estar en el pueblo más perdido de toda la comarca del Northumberland que si le preguntas a cualquier paisano del lugar te va a saber tararear –con una afinación un tanto dudosa, eso sí– el Jerusalem y la Pompa y circunstancia. Ese patriotismo sano y ese amor hacia su compositor más famoso les honra y hace que, cada vez que se escucha una obra de Elgar tocada por una orquesta anglosajona se perciba respeto, cariño y orgullo.
Así que sí, la velada comenzó bien con la Serenata en mi menor para orquesta de cuerda, Op.20, de Edward Elgar. Thierry Fischer fue un digno sustituto de Vladimir Jurowski, quien se tuvo que ausentar por problemas de salud. Coincidió con el ruso en ejercer una conducción orquestal precisa con elegantes movimientos que indicaban exactamente lo que hacía falta: ni más, ni menos. Le sacó todo el partido que pudo a una orquesta que respondió muy bien ante sus gestos a pesar de que llevó al extremo los matices. Pero claro, este esfuerzo tuvo como recompensa un sonido ligero y envolvente, como una suave brisa de primavera, con sus crecendi hacia los momentos de mayor tensión armónica que se resolvían con una naturalidad y facilidad pasmosa.
Después de este regalo que Elgar nos compuso a sus 35 años, vino una obra de un Richard Strauss adolescente que comienza de forma radicalmente diferente: con una llamada de los metales –que en esta obra tienen un notable protagonismo– acompañados de toda la cuerda, en un tutti que después se transforma en un solo de flauta, toman las cuerdas el testigo de nuevo y llega el solo de violín. Una forma sorprendente de comenzar y un fiel reflejo del temperamento adolescente del joven Strauss. Es una obra muy temprana, pero en ella ya se atisba el talento del alemán, en el violín están, de forma aún muy primitiva, el lirismo de la Princesa de Werdenberg o Ariadne y la ligereza de Sophie o Zerbinetta. Alina Ibragimova mostró gran expresividad en sus solos y, gracias a los pianissimi de la orquesta pudo cantar sobre esta con gran libertad. Sin embargo, tanta expresividad no siempre es buena y su uso excesivo del vibrato en el segundo movimiento no fue muy acertado en esta ocasión. En las “partes de soprano ligera”, especialmente notables en el tercer movimiento, el sonido del violín no fue de tanta calidad como en el Allegro, pero aun así pudo salvar las secciones exageradamente rápidas de este concierto.