Lo indecible no es lo vedado a la palabra, sino aquello que provoca nuestro discurso. Pero, en ocasiones, la naturaleza de este habla se ve indefectiblemente abocada a la metáfora –o quizás ocurra en todo caso y lo hayamos olvidado–. Sea como fuere, parece que la música responde al gesto con cierta asiduidad. A la manera del animal berrendo, imagen y análisis se prestan apoyo mutuo con un objetivo diáfano: rozar, siquiera al bies, siquiera in effigie, el misterio inescrutable. Pues bien, dentro del apartado concerniente a la batuta, toda una serie de analogías gozan ya de lugar privilegiado en el plexo descriptivo: conductor, líder, director, auriga, maestro… Al socaire del programa que aquí nos ocupa –y concediendo la licencia propia del que imagina– podemos añadir dos al catálogo: emperador y Übermensch. ¿O se trata de un vínculo imposible? De ningún modo; Esa-Pekka Salonen nos lo ha demostrado.
La obra encargada de inaugurar tamaño ejercicio: el Concierto para piano núm. 5 de Beethoven. Si nos remontamos al Principado de Augusto, recordaremos que la virtus del Emperador residió en combinar con la dosis justa el principio ductus y el principio legalitas. Y precisamente esto –mutatis mutandis y en colaboración irreprochable con Pierre-Laurent Aimard y la Philharmonia Orchestra– es lo que se propuso para la coyuntura el avezado compositor finlandés. Sin duda todo un reto, máxime teniendo en consideración lo sofisticado de la página, acmé pianístico de la producción beethoveniana.
Salonen, que asume al frente de la mítica formación británica titularidad y consejo artístico desde la temporada 2008/2009, desató con un gesto eléctrico los fastuosos acordes iniciales del Allegro. Energía, pompa y sobriedad –sí, semejante cóctel es posible–: tres elementos que constituirían la tónica dominante en lo que restaba de movimiento. Cuerda y metal se elevaron por encima del contrapunto reservado a maderas y entablaron una conversación in crescendo, generando también espacios para la fantasía –el engarce con Aimard siempre perfecto– y la tensión dramática. El Adagio un poco mosso cambió radicalmente de dinámica. Solista y orquesta tejieron esa urdimbre cristalina, mansa y solemne propia de la nocturnidad. Cada macillo del piano producía al impactar una superficie trémula, como aquella que describiera Espronceda para el rielar de la luna, y el hechizo se prolongó hasta la danza del Rondo: Allegro ma non troppo. Entonces, el tutti aunó fuerzas y nada pudo frenar una clausura majestuosa, que no perdió estabilidad rítmica y encontró en todo momento la referencia segura y amplia que manaba desde el podio. Hasta aquí, la balanza se decantó claramente en favor del visaje imperial.