No sería justo, en el sentido que a renglón seguido explicitamos, circunscribir los productos de la aventura a un racimo de nombres propios -por lo demás, tan ilustres como reconocibles-, exponentes de la amistad que -ya es tradición y, probablemente, solo recuerdo- ha venido fraguando la figura del viajero entre los libros y la navegación intrépida: Louis Antoine de Bougainville, Bernard Moitessier, Victor Segalen o Robert Byron -la lista, aunque iterable, rebasa nuestras posibilidades-. Queremos decir: la literatura de género también encuentra predicamento en el lenguaje musical. Y, a este respecto, un puesto privilegiado, en virtud de su brillantez sinfónica e inventiva, ocupa “Las Hébridas”, Op.26, de Felix Mendelssohn.
Así, embebido en la fulgurante emoción del viaje, comenzó el concierto de anoche. Sobre el escenario, la muy fiable Philharmonia Orchestra y Karl-Heinz Steffens, el talento musical alemán que, tras sus meritorios logros como instrumentista -primer clarinete en la Filarmónica de Berlín y en la Orquesta Sinfónica de Radio Baviera-, ha decidido, desde hace 10 años, prolongar su labor en el podio de los más prestigiosos conjuntos.
Los resultados de tal alineamiento no se demoraron: las modulaciones iniciales -en una atmósfera que invitó, con una extraña atracción, a traspasar el umbral de la Gruta de Fingal- devinieron en variaciones bruñidas y sostenidas desde la cuerda -mención especial para la excelente sección de violines- y en balance con una notable madera. Steffens controló con equilibrio los tempi, que nunca se desbocaron, y el metal aportó el contrapunto necesario para que el imaginario escocés no decayese durante las transiciones. La Philharmonia llevó a cabo, con criterio, una exposición gradual, que culminó la recreación en un maravilloso tutti. Sin duda, pudimos concebir y compartir la fascinación mendelssohniana por el descubrimiento de aquellos isleños y misteriosos parajes en su travesía de 1829.
A continuación compareció uno de los mayores prodigios al teclado del panorama actual: Sergei Redkin. Tras la magnífica exhibición de la temporada pasada -a propósito de Rachmaninov y arropado por Valery Gergiev y la Orquesta del Teatro Mariinsky-, el virtuoso ruso regresaba a Madrid bajo el auspicio de La Filarmónica para desgranar una de las páginas más arrobadoras del repertorio pianístico: Concierto para piano núm. 1, de Frédéric Chopin. Karl-Heinz Steffens Steffens -siempre cuidadosamente pendiente del engarce con la voz solista y sus músicos- obró una interpretación excelsa: sujeta y majestuosa en el Allegro maestoso, absolutamente cautivadora en el Romance-Larghetto y genialmente vivaz en el Rondo final. Redkin no se limitó ni redujo a una ejecución al uso, sino que afrontó el pentagrama con personalidad -caben destacar los ornamentos de mano derecha y la entereza y timbre de los acordes amplios-, pero sin incurrir en excentricidades, volviendo a demostrar maneras de artista mayúsculo. Una maestría que asombra y rutila aún con mayor intensidad teniendo en cuenta la temprana edad en la que viene desenvolviéndose.