Al socaire del programa que en esta ocasión nos convoca cabría invertir la fórmula wagneriana, transmutar el célebre membrete –no sólo musical, Billy Wilder in memoriam– y rotular: los dioses del ocaso –o del crepúsculo–. Sin duda, Carl Reinecke y Joseph Haydn engrosan el no reducido monto de compositores que supieron hacer coincidir los años de madurez con el acmé de su repertorio. A fuer de tal condición, enfrentarse a los frutos postreros de ambas figuras incrementa siempre el nivel de exigencia –máxime en el particular del austriaco, donde la factura, amén de dificultades técnicas, se dilata rozando casi las dos horas–. Pues bien, OCNE, Mena y elenco solista han estado a la altura. Y no es decir poco: cuando menos, se trataba del cielo.
Estrenado en Leipzig el 15 de marzo de 1909, el Concierto para flauta y orquesta en re mayor fue la pieza encargada de inaugurar el recital. Tan sólo tres acordes introductorios y Emmanuel Pahud, invitado de lujo, elevó con delicadeza su voz sobre el propicio fondo de maderas. El Allegro molto moderato fue preludio de lo que iba a convertirse en constante durante el resto de la obra –y, mutatis mutandis, a lo largo de todo el programa–: una comunión prodigiosa entre solista y orquesta, basada en la interacción orgánica de la música y su fluir natural, pero evitando siempre el peligroso vicio de lo anodino. Así, cada gesto era correspondido en alianza recíproca por uno y otros, desplegando el amplio espectro de dinámicas, matices y cambios de tempo que atraviesan la página reineckeana. El Lento e mesto dio rienda suelta a la creatividad del franco-suizo, que brindó una interpretación con empaque, más próxima a la fantasía y el ensueño que a lo sentimental.
Por último, el Moderato logró el clímax de la urdimbre tejida por Pahud y el maestro vasco. Una fusión consumada a través del engranaje contrapuntístico, expresión de que lo preciso –y el mayor mérito aquí es justo atribuírselo a Mena– no está reñido con un visaje sencillo. Los ecos de Brahms, Tchaikovsky o Mendelssohn, reconocibles en toda la pieza –y, por otra parte, muy consecuentes si atendemos a la profusa actividad pedagógica que labró el compositor alemán–, encontraron una prolongación perfecta en el Andante para flauta en do mayor de W. A. Mozart, ofrecido a modo de propina y que se saldó con la misma pericia que todo lo anterior.