“Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado”-Antón Chéjov, Consejos para escritores.
Nunca se ponderará justamente la posibilidad de asistir a un concierto de Grigory Sokolov. Su figura, ya suficientemente egregia en virtud del patente y excepcional talento al teclado (probablemente el mayor de su época), encuentra en la mitomanía un compañero de viaje tan frecuente como incomprensible (aunque quizás deba operar aquí la máxima proustiana: todo “a pesar de” es, antes bien, un “porque”). Más cercano al compromiso creador e intelectual de un Sergiu Celibidache o de un Oleg Karavaichuk que a la rendición mediática de solistas menos estimables, Sokolov, sin embargo, es solo música: un fin en sí mismo, ajeno a la fama, el marketing, las entrevistas o cualquier otro interés extrínseco. En este sentido, el aplauso, el vítor o el epinicio dirigidos a su persona (asumida como marca) representan, con las palabras de Borges, un generoso (pero también evitable) error. Queremos decir: conviene no olvidar o subordinar el hecho sonoro en privilegio del carisma y el misterio de una personalidad (por otra parte, forjada a pesar del propio Sokolov) mitológicamente exacerbada. Siempre que se pretenda corresponder al acontecimiento, huelga apuntar. Y tal es nuestro ánimo.
El recital se inició a través de una exégesis clasicista, a propósito de tres muestras maravillosas de la producción pianística de Joseph Haydn: Sonata en sol menor, Hob. XVI: 44, Sonata en si menor, Hob. XVI:32 y Sonata en do sostenido menor, Hob. XVI:36 (es preciso encarecer la labor de Arturo Reverter en sus magníficas notas al programa).
Sokolov descerrajó (en realidad la impresión refiere a quien todavía no se hallare instalado, no habitare el discurso venidero; la concentración del prodigio ruso, por el contrario, transparece en la solidez y necesidad de un gesto ya imbuido en la sonoridad que él mismo, inmediatamente después, cuida propiciar) el primer ataque con una dinámica meditada, en coherencia con todo el desarrollo ulterior y desplegando el dominio y la naturalidad característicos de los instrumentistas más avezados. A la escucha de Sokolov, la espacialidad limítrofe entre escenario y público se desvanece (una acertada iluminación, como la de la ocasión que nos ocupa, desempeña a este respecto un rol fundamental), dando lugar a la comunión liberadora del arte. Casi en ausencia de mediación, pues, quedamos cautivados por el imaginario musical haydniano, generado en cada nota merced a una técnica límpida (perfecta en el adorno, emocionante en la comprensión de la estructura total) y un estudio circunstanciado, prácticamente absoluto, de la partitura.