Apelando a la fórmula de "conjunto preparatorio" acuñada por Leonard B. Meyer, puede afirmarse que el concierto de despedida de Sir Simon Rattle con la Filarmónica de Berlín era lo más esperado de la temporada. Además de poner fin a una de las etapas más lustrosas de la egregia formación alemana -que se ha extendido a lo largo de un arco de 16 años, desde el 2002, cuando el director británico recogió el legado cedido por Claudio Abbado, hasta la fecha-, la ocasión brindaba la oportunidad de escuchar un programa a la altura de las circunstancias: Tanz auf dem Vulkan (estreno en España), de Jörg Widmann, Sinfonía núm. 3, de Witold Lutosławski, y Sinfonía núm. 1, de Johannes Brahms.
El concierto se abrió con la última obra del reconocido Widmann, escrita ex profeso para el adiós a Rattle -quien, tras su estreno en la Philarmonie del pasado 27 de mayo, ha ensalzado repetidamente la página- y entre el desconcierto de algunos, pues en un, por lo demás habitual, recurso del compositor de Múnich, la música comienza en un talante burlón: sin el director presente y recreando un contexto próximo a la charanga. Entonces Rattle irrumpe en el escenario despertando los aplausos del público y, al llegar al podio, corta abruptamente el dislate para desencadenar la furia contrapuntística, la danza sobre el volcán berlinés. Entre lo mucho que cabría destacar de la pieza, ocupa un lugar prominente la función desempeñada por lo percutivo, en un estilo que refiere de manera insoslayable a Edgar Varèse, pero denotando un dominio absoluto en la orquestación. Brilló, en este sentido, con especial fulgor la cuerda, desplegando todo un espectro de golpes de arco -mención aparte merece la sección magmática de los densos ataques al bordón-, así como las intervenciones solistas de triángulo y el resto del apartado rítmico. Tras la erupción, el ciclo se cerró volviendo al inicio en virtud de los glissandi del metal, que acompañaron a Rattle en su salida, mientras, en ese espíritu jocoso que comentamos, daba indicaciones a uno de los últimos atriles.
A continuación, asistimos a la exégesis de la Sinfonía núm. 3 de Lutosławski. En tal coyuntura hubo mayor espacio para el recreo lírico, aunque, de nuevo, el motor de la obra no residió tanto en sus pasajes melódicos -sin desdoro de una excelsa factura- como en las transiciones de compás -lideradas por las intervenciones de trompetas y trombón-, el control de lo aleatorio, la profundidad de registro -desatada por contrabajos- o la enérgica fragmentación de la dialéctica arsis-tesis, apuntalada primorosamente desde la voz de los violines primeros. Se echó de ver, por otra parte, la capacidad virtuosística de cada uno de los Berliner, que destellaron individualmente en los diferentes momentos de solo. La interpretación de Rattle cobró un relieve protagonista y fue ascendente, fraguando una tensión por acumulación -en ello se cifró su logro más encomiable- que se resolvería únicamente en el tramo postrero, a la manera de catarsis. Sin duda quedó patente el carácter monumental del ingenio polaco, siempre merced a una lectura que supo extraer de los materiales encerrados en el pentagrama el máximo de sus posibilidades.