El Teatro Real nos ha sorprendido una vez más con un nuevo planteamiento escénico tan impactante como poco común, en el que se concita el máximo interés musical con la recuperación de música viva. En esta ocasión, La pasajera de Mieczysław Weinberg, una ópera de inestimable valor tanto musical como histórico, pues nos acerca con la fuerza de las expresiones musicales más intensas a uno de los acontecimientos más sombríos del pasado siglo XX. Originalmente aplazada en el Real debido a la pandemia, la producción de David Pountney (gran paladin de la obra), se presentó en Bregenz y tras su paso por diferentes escenarios llega al Real donde se le ha insuflado vida nueva. El refinamiento y cuidado con los que ha sido tratada esta nueva entrega de la producción hacen justicia plenamente al inmenso valor de la obra.
La pasajera emerge de las vivencias personales del compositor polaco Mieczysław Weinberg, marcadas por el Holocausto que arrebató la vida de sus padres y hermano. Fue solo en la década de 1960 cuando éste decidió confrontar sus propios fantasmas y temores y abordar esta obra en el hostil ecosistema soviético. Afortunadamente encuentra un promotor crucial en la figura de Dmitri Shostakovich, quien tras los años de terror stalinista, adopta una posición compleja respecto al régimen: ¿víctima de las circunstancias o aliado involuntario? A pesar de este importante apoyo, la sombra que pesaba sobre los compositores soviéticos persistió y La pasajera, al igual que obras paradigmáticas de Shostakovich, fue relegada al olvido en un cajón, hasta su redescubrimiento en los alabores del siglo XXI.
La puesta en escena de Pountney, fascinante en su concepción, logra reunir en una única dimensión dos líneas narrativas que, en principio, podrían parecer incompatibles tanto en el espacio como en el tiempo. En la parte superior del escenario, un ambiente de luz y optimismo a bordo de un transatlántico, aunque subyace la sombra de la duda a través del remordimiento y del miedo insospechados de Lisa y Walter. De manera sorpresiva para el público, la capa más profunda del escenario se transforma con una fluidez y naturalidad pasmosa en un testimonio vivo del sombrío universo del Holocausto, aflorando en toda su crudeza el drama de los campos de concentración. Abordar una temática tan recurrente y visceral, sin caer en lo fácil, en el abuso de la simbología y de lo mórbido, es todo un desafío. Esta producción lo consigue magistralmente, gracias a una recreación realista y detallada, en la que al mismo tiempo se pone el énfasis en los seres humanos. La yuxtaposición de estos dos mundos se alcanza gracias a un diseño de vestuario auténtico, un uso clarividente de luces y sombras, y, por encima de todo, la punzante presencia de la música de Weinberg. Con una orquestación inusualmente amplia y singular, la obra se caracteriza, sin embargo, por una sonoridad cruda y descarnada, y un discurso musical carente de retórica y grandilocuencia, que realza la acción y el canto, e involucra a los espectadores hasta tal punto que es difícil permanecer indiferente.