Aunque toda generalización lleva a equívocos, podríamos decir que hay dos tipos de intérprete en el mundo de la música clásica: el que pasa por la música o el que hace que la música pase por él. De ambos tipos hay multitud de ejemplos de elevado nivel artístico, grandes pianistas que han aportado sus dones al servicio del mensaje último de una partitura, y otros que han utilizado esos mismos compases como pretexto para defender una realidad expresiva incontenible, y que las notas de cualquier compositor parecían subrayar. Ivo Pogorelić está claramente situado en la órbita de los segundos, con una retórica pianística muy desarrollada que funciona como un filtro fotográfico que modifica la realidad para primar siempre según qué colores.
El programa de su visita al ciclo de Grandes intérpretes de la Fundación Scherzo es el que lleva paseando por media Europa durante los últimos meses e incluye a cuatro compositores de calado: Liszt, Schumann, Stravinsky y Brahms. Pero todos sonaron a Stravinsky. La técnica, en su día deslumbrante (hoy con un punto menos de destello), y el volumen del sonido que proyecta (en ocasiones inexplicable) aportan luz a algunos rincones de las piezas, pero parece a la larga delinear más sombras de las debidas, al pasar de largo por algunos territorios expresivos que se desbaratan si no se muestra suficiente limpieza de notas y algunos matices en la articulación.
La llamada coloquialmente como Sonata Dante de Liszt que iniciaba el programa presenta un universo poético tan particular y un tratamiento del material melódico tan elaborado, que una lectura que ignore estos elementos parte inevitablemente mutilada. En efecto, las armonías salvajes de la entrada al infierno quedaron bien representadas por el virtuosismo decibélico de Pogorelić, pero a costa de perder el sentido de la narración sin el que la obra se desvanece en una sucesión de escenas inconexas. Las notas falsas y un uso del pedal muy personal enturbiaron el discurrir de una pieza que, sin postularse necesariamente como un elogio a la perfección, sí precisa de un mínimo de limpieza ejecutiva para transmitir cierta profundidad. Algo similar ocurre con la Fantasía para piano en do mayor, op. 17 de Schumann, que tuvo un arrebato torrencial por esqueleto y mucha materia volcánica, obviando la ternura que emanaba de la dialéctica del contraste entre los dos polos de Schumann, Florestán y Eusebius. Se echó de menos que cuidara un poco la nostalgia.