El ciclo Palau 100 en su temporada 2015-2016, comenzaba con un plato fuerte: Barenboim y la Staatskapelle Berlin. En programa, la primera parte dedicada a Richard Wagner, donde escuchamos el preludio y Los encantamientos de Viernes Santo de Parsifal, más la obertura de Meistersinger para, en la segunda, ofrecernos la Sinfonía núm. 1 de Edward Elgar.
Parsifal es una obra tremendamente delicada por su extensión, su temática religiosa y de redención del hombre y su factura "futurista" en lo armónico. Barenboim es un consumado wagneriano, después de más de tres décadas de su debut en el Olimpo de Bayreuth ha conseguido un acercamiento a la obra del compositor tan personal como sólida. El principio puso de manifiesto la solidez de una sección de cuerda brillante y, sobre todo, el control total que tiene el maestro de sus efectivos orquestales, atentos a cualquier indicación o pequeño gesto desde el pódium, un trabajo de "foso" que se nota en el escenario.
Para ejemplo claro, diremos que el clímax de la primera parte no llegaría hasta la triunfal reexposición del tema de los Meistersinger, después de una música de Los encantamientos de Viernes Santo que nos hicieron sentir la grandiosidad y a la vez el recogimiento de la última de las óperas de Wagner. En las páginas wagnerianas destacaron, además de las cuerdas, la fantástica oboe solista, la solista de corno inglés, la flauta solista y las trompas, siempre perfectamente acopladas al conjunto, en una acústica tan singular como la del Palau de la Música Catalana. El broche de la famosa obertura de Die Meistersinger von Nürnberg sacó los primeros Bravi! de un público que asistía deleitado a una degustación wagneriana de una de las mejores orquestas de ópera del mundo, la lujuria tímbrica y la dinámica ya grandiosa llenaron el Palau con una pieza que, curiosamente, fue la primera que interpretó la Orquesta Ciutat de Barcelona en su primer concierto allá por el año 1945.
La música de Elgar, así como la de sus compatriotas V. Williams, B. Britten o M. Arnold tiene siempre una presencia reducida en las programaciones de los escenarios del continente, plagados del repertorio germano e italiano en su inmensa mayoría, y también por detrás de la música de los compositores franceses. Una falta que poco a poco se debería subsanar en los auditorios y teatros de fuera de las Islas británicas.