Con más de 300 representaciones desde su estreno en San Francisco el año 2000, Dead Man Walking es una de las pocas óperas recientes que han entrado en el repertorio contemporáneo. Su conocido argumento, contado con una narrativa directa y efectiva, y la extraordinaria partitura de Heggie han seducido a los aficionados a la ópera de ambos lados del Atlántico. Para este exitoso estreno en España, el Teatro Real ha apostado sobre seguro, reuniendo a un reparto experimentado en la obra y alquilando una alabada producción de la Ópera de Chicago.
Basada en el libro autobiográfico de la hermana Helen Prejean y mejor conocida por su adaptación cinematográfica, Dead Man Walking cuenta la historia de una monja católica que se compromete a ser la acompañante espiritual de Joseph De Rocher, condenado en el corredor de la muerte. Por extraño que parezca, el libretista Terrence McNally ha omitido el contexto sociológico de la prisión de Angola, todo un símbolo de la injusticia racial del sistema de prisiones estadounidense, para centrarse en el trascendental encuentro de la hermana Helen con De Rocher. La ópera coloca el crimen en el prólogo, como el desencadenante de una cadena de dolor en la que la pena de muerte no logra ser el eslabón de cierre. Como queda clara desde el principio la culpabilidad de De Rocher, todos los elementos de la historia dibujan un inmaculado arco narrativo que lleva al clímax de la confesión, cuando Helen y De Rocher se unen en un éxtasis de amor y redención.
Esta narrativa lineal se vio reforzada por la efectiva dirección de escena de Leonard Foglia, que logró aportar claridad y ritmo a costa de la profundidad de la historia. Definió perfectamente a los personajes con gesto realista, animosa y entusiasta, Helen, irascible y rudo, De Rocher. La escenografía de Michael McGarty es visualmente modesta, reduciendo al mínimo la ambientación sureña a favor de una pretendida universalidad, pero funcionó perfectamente en las transiciones de escena. Al final, Foglia presenta la ejecución en toda su crudeza, despertando una condena instintiva que tal vez sea más efectiva que cualquier alegato político, del que tanto la producción como la propia obra evitan.
Pero por encima de todo es la brillante partitura de Heggie la que hace que Dead Man Walking sea una ópera memorable. En la mejor tradición de los compositores de ópera estadounidenses, combina magistralmente la expansión lírica con el pulso narrativo. Su música es eminentemente tonal y melódica, con un uso inteligente de la disonancia con fines expresivos y con calculadas dosis de música popular, blues y espirituales. Ante todo son los personajes los que llevan el peso del drama, todos ellos bien desarrollados en largas escenas de intimidad y caracterizados por motivos musicales reconocibles, que evolucionan con la trama. Al contrario que muchos otros compositores contemporáneos, Heggie no parece interesado en las texturas orquestales complejas y su pragmatismo y compromiso con la claridad narrativa deja poco espacio a la abstracción. Aun así hay algunas explosiones orquestales, sobre todo al final de los actos, en los que la orquesta del Teatro Real, dirigida por Mark Wigglesworth, sonó borrosa, incapaz de desentrañar todas las capas musicales. Sin embargo, sí que lograron subrayar las limpias melodías de Heggie y sostener un buen ritmo durante toda la representación.