El vigésimo aniversario del Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo no podía pasar inadvertido. Scherzo, uno de los actores principales en la escena musical española, ha subido al escenario del Auditorio Nacional a lo largo de los años tanto a pianistas de renombre internacional como a talentos emergentes. Sin embargo, en esta celebración no hubo virtuosos del teclado, ¿cómo seleccionar solo a uno? En su lugar, se obsequió a la audiencia con la magnitud de la Orquesta Simón Bolívar y su director principal, Gustavo Dudamel.
Fiel a su a su reputación, la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar ofreció, bajo la batuta de Dudamel, una explosión de vitalidad y vehemencia. No hay pasado ni futuro en estos músicos: solo existe la nota -o el torrente de ellas- que descargan cada minuto. Se deben a ese lugar y a ese momento.
El programa estaba hecho para complacer a una audiencia anhelante de un subidón de oxitocina, y la obra de apertura, la Quinta de Beethoven -esa escultura monolítica construida desde un motivo principal- la liberó. Desde luego, hubo muchos aspectos que disfrutar y admirar. En particular, el profundo sentido de unidad dentro de la orquesta y entre la orquesta y Dudamel. La música sencillamente brotaba de todos ellos y la desarrollaban en los contrastes tan elegantemente concebidos por Beethoven. El primer movimiento fue atacado de manera formidable y a un tempo bastante vivo. Las violas y los chelos hicieron muy buen trabajo introduciendo el primer tema que abre el segundo movimiento, para dar paso a las ricas variaciones que le siguen. El Scherzo ofreció a las secciones de vientos una de tantas oportunidades para lucirse, y estuvieron verdaderamente sobresalientes. El Allegro fue de nuevo rápido y brillante, la alegría que sucede a la tristeza.
El mayor reto al que la orquesta se enfrentó es algo inherente a ella, su numerosísima plantilla. Mientras que fueron capaces de producir algunos de los sonidos más impresionantes, e incluso consiguieron mantener una delicadeza sorprendente donde se necesitó, algunos matices de la partitura quedaron inevitablemente empequeñecidos. La cantidad no es siempre un seguro y, a pesar de su fuerza, la Quinta de Beethoven es una obra delicada donde las sutilezas se manifiestan mejor en un conjunto más pequeño. Beethoven disolvió el Clasicismo en el Romanticismo, pero la Quinta, compuesta entre 1804 y 1808, todavía se ancla en el primero más de lo que la orquesta lo hizo sonar.