Moses und Aron es un título único en el repertorio, un extraño tratado de teología que trasciende sus coordenadas judías, fundamentales por otro lado para entender la obra, hasta convertirse en una tragedia universal sobre la fe, la comunicación y la comunidad. Schoenberg la concibió como un instrumento intelectual para reactivar el dogma del pueblo elegido y, con este ambicioso propósito, apuntó directo al núcleo de la misión artística que distingue a la ópera como género: alumbrar las sombras de lo tácito y explorar en un rito colectivo los misterios de la existencia. Esta nueva co-producción entre la Opéra de Paris y el Teatro Real es un enorme éxito, una afirmación segura del poder ilimitado de la ópera, gracias sobre todo al trabajo de Romeo Castellucci, que ha conseguido superar las cotas simbólicas de la obra.
La producción de Castellucci es un prodigio técnico, cautivadora visualmente y llena de efectos sorprendentes que dejan al público atónito, preguntándose constantemente cómo lo hace (Castellucci no sólo dirige la obra sino que ha diseñado también la escenografía, el vestuario y la iluminación). Conceptualmente, la producción combina un gran rango de elementos simbólicos y los deja desarrollarse orgánicamente a lo largo de la representación, creando una identidad visual propia que potencia cada palabra del complejo libreto. Cuesta recordar una producción de ópera reciente que haya llegado a este nivel de perfección.
El primer acto se desarrolla bajo un blanco cegador y detrás de un telón translúcido que vela la acción, convirtiendo a los personajes en débiles sombras dentro de un imposible espacio bidimensional. Los símbolos empiezan a aparecer creando cadenas de significado que va ganando contenido a lo largo de la representación: una vieja grabadora de sonido que va perdiendo cinta, una máquina gigante que recuerda a un telescopio espacial y que aparece asociada al cayado de Moses, o la materia negra que contamina todo en el acto segundo. Después de que el muro de fondo se resquebraja al final del acto, revelando un amasijo de cuerpos desnudos, el segundo acto tiene lugar en un espacio radicalmente distinto. El inmenso escenario queda desnudo y negro y la iluminación exagera el contraste y crea una sensación de vacío y vértigo que prepara para el campo de batalla existencial en el que se convierte la ópera.
Todo el acto está cimentado en una poderosa paradoja. Cuando los israelitas son dejados a la deriva por Moses, o eso parece, enseguida olvidan la inescrutable revolución teológica del primer acto y desesperadamente recurren a la carnalidad de los dioses tradicionales. Pero lo que debería ser una explosión sensual se convierte aquí en un escalofriante descenso a la oscuridad. La pintura de un negro intenso lo infecta todo, incluidos Arón y el becerro de oro (un toro vivo de una tonelada y media), y amenaza con consumir el propio escenario. Todas las imágenes se corrompen y todas las palabras pierden su significado, hasta que Moses vuelve de la montaña e intenta un imposible retorno al mundo abstracto del primer acto.