Utilizando como hilo conductor del concierto (algo confuso, hemos de decir) un viaje hacia atrás en el tiempo, y partiendo de España con destino Rusia, la Orquesta Sinfónica de Madrid bajo la batuta de Pablo González ofreció un recital variado en el Auditorio Nacional que deambulaba entre la sonoridad fragmentaria y abigarrada de Buide, el melodismo atractivo de Prokófiev y la creatividad seductora de Músorgski. Una muestra sugerente de un recorrido de lo más variopinto que no llegó finalmente a converger.
Comenzando por lo más actual, el compositor gallego Fernando Buide fue el encargado de dar el pistoletazo de salida con sus Fragmentos del satiricón, obra inspirada en el clásico de Petronio pero que, de acuerdo al testimonio del autor, tampoco pierde de vista la interpretación libre de la producción de Fellini en la gran pantalla en 1969. El resultado es una concatenación de ideas diversas (aparentemente inconexas) que concuerdan con la pluralidad de los personajes y situaciones de la novela original, alternando momentos de calma con otros más intensos. Las recurrencias rítmicas, que enfatizaban la dureza y la tensión de la composición, necesitaban de una orquesta versada y/o versátil como lo es la OSM, y así reflejar el constante juego de sonoridades que presenta esta obra, con una intervención de los vientos sublime (en especial, de las flautas) en cuanto a precisión rítmica y sequedad deliberada del sonido. Lejos del escepticismo con el que todavía muchos oyentes se aproximan a la música contemporánea, la obra de Buide encierra una solidez en la arquitectura y en los procedimientos constructivos que desembocan en una composición de claridad sonora y escucha sencilla apta para todos los públicos.
Prokófiev nos situaba de lleno en la mitad del siglo XX con su Concertino en sol menor, op. 132. Ni la diversidad de manos que intervinieron en la obra durante su proceso de creación consiguieron desmitificar el lenguaje lírico y elegante que distingue al compositor ruso. El movimiento inicial empujaba al violonchelista Antonio Martín al centro de la palestra, quien desplegó su instrumento con talento y juventud, secundado por el latido subyacente de los vientos. No obstante, en ocasiones se manifestó implorante bajo el ímpetu de las fuerzas orquestales, especialmente en el tutti central donde quedó alterado el predominio de quien dirigía el discurso musical. El Andante fue sin duda lo mejor de su interpretación, en cierto modo porque su protagonismo es indiscutible a lo largo del movimiento. Aquí, el chelista consiguió convencer al público de que posee un gran sonido y musicalidad, demostrando una vez más que el instrumento es un puente para alcanzar al melodismo más puro y consagrado del autor. Por último, el Allegretto final abría un diálogo de carácter rapsódico entre la orquesta y el solista, cuyas variaciones de dinámica crearon unos ricos contrastes que dotaron a la obra de mayor interés. En suma, percibimos a un solista que pedía discretamente entre el tumulto musical un remanso de paz en el que poder deleitarse y ser escuchado.