Escarmentado tras mi anterior y fallido intento de asistir a Contextos Barrocos, la agradecida iniciativa del CNDM con motivo de la cual Eduardo Torrico, “de una forma desenfadada pero muy informada”, se rodea de invitados y desgrana las obras del concierto correspondiente del ciclo Universo Barroco, acudí con suficiente antelación al Auditorio Nacional para escuchar lo que Torrico, Hiro Kurosaki y Javier Sarriá tenían que decir sobre el anecdótico pero significativo hecho que supone el 40º aniversario de Les Arts Florissants. Desde los últimos asientos del abarrotado salón de actos no logré sin embargo divisar a una sola persona próxima en edad y, mientras los ponentes competían por rizar el rizo de referencias cruzadas a sus eruditos conocimientos discográficos (y otras variantes de name-dropping), a excepción de Kurosaki, que compareció durante diez minutos para hilvanar un errático testimonio del modo en que pasó a formar parte del conjunto francés, pensé en que no había duda de que la trayectoria de Les Arts Florissants constituía un jalón destacado en el pasado y el presente de la exégesis de música antigua (un convencimiento que, por lo demás, ya albergaba cuando salí de casa), pero ¿lo seguiría haciendo en el futuro?
Parece ilusorio confiar en algo así, me respondí, al menos si se atiende al contexto madrileño, tan diferente en el predicamento que este tipo de práctica tiene entre la juventud a otras ciudades europeas, como Basilea, París o Berlín. Aunque, partiendo de la misma base, proseguí, es posible entregarse a la creencia de que el (no-) público joven tan sólo esté esperando a su respectivo 40º aniversario para celebrar la coyuntura peregrinando en masa al Auditorio, circunstancia que desvanecería cualquier amenaza futurible, pero alimentando la intuición de que, en este país, escuchar música antigua (por no generalizar el diagnóstico) es como calzar Fluchos: un hábito inaceptable en tanto que no se haya rebasado cierta cantidad de primaveras.
Sea como fuere, la jovialidad estuvo anoche bien representada por William Christie, Paul Agnew, Sandrine Piau, Lea Desandre, Christophe Dumaux, Marcel Beekman, Marc Mauillon, Lisandro Abadie y el resto de integrantes de Les Arts Florissants, que no incurrieron en la autocomplacencia ni la emotividad barata que acostumbra a merodear eventos de características similares al que nos ocupa, sino que desarrollaron, desde los redobles iniciales de la magnífica percusionista Marie-Ange Petit hasta la segunda y última propina de la velada, versiones sobresalientes de un repertorio en el que fueron protagonistas cinco nombres predilectos del ensemble barroco: George Frideric Handel, Henry Purcell, Marc-Antoine Charpentier, Jean-Baptiste Lully y Jean-Philippe Rameau.