Enmarcado en la recta final de la notable temporada XLVIII de Ibermúsica, el undécimo concierto de la Serie Barbieri alimentaba la expectativa en virtud de, cuando menos, tres elementos: la dirección del avezado Sakari Oramo, la intervención de Nikolai Lugansky, uno de los mayores prodigios al teclado que contempla nuestro tiempo, y el programa que convocaba a ambos, a saber, Jubilate (estreno en España), del compositor sueco Benjamin Staern, el Concierto para piano y orquesta núm. 3, de Prokofiev, y la Sinfonía núm. 1, de Mahler. Todo ello, además, en la interpretación de un conjunto tan egregio como fiable -no fortuitamente supera los 100 años de historia-: la Real Orquesta Filarmónica de Estocolmo. La cita, por tanto, revestía anticipadamente un poderoso atractivo. Y su puesta en acción no decepcionó.
El concierto se inauguró con la pieza de Staern. Concebida, en palabras del autor, como parte y contraparte o haz y envés musical de la expresión del júbilo, su desarrollo despliega un abanico de dicotomías vertebradas, en buena medida, a través de la función rítmica. Con una figuración predominantemente breve, que contribuye -también en términos generales- a la agógica de carácter vivaz, Jubilate sorprende durante la totalidad de su ejecución -8 minutos aproximadamente-. El éxito de la página debe ser compartido con Oramo y la Filarmónica de Estocolmo: la percusión fue protagonista tanto en las transiciones como en la determinación de cada sección, ejerciendo de catalizador, junto con el enérgico gesto de la batuta finlandesa, para el resto de la formación orquestal. Conviene destacar, por lo demás, la esforzada labor de cuerda, manifestada en el golpe de arco eléctrico, así como el virtuoso rol de viento metal, especialmente reconocible en los crescendos y diminuendos súbitos y el color de sus dinámicas. La lectura se llevó a cabo, en suma, con exactitud y fuerza, logrando un efecto activo a la par que contenido, en el sentido de no desbocado.
Continuó una de las partituras más celebradas del siglo XX dentro del repertorio pianístico: el Concierto para piano y orquesta núm. 3, de Prokofiev. Su exigencia, que atraviesa de principio a fin el pentagrama, requiere intérpretes excelentes, capaces de combinar virtuosismo con empaque discursivo. Sendas destrezas reúne Nikolai Lugansky, al teclado para la ocasión, como quedó patente tras una exégesis impecable. La introducción asentó inmediatamente una atmósfera adecuada, en la que los arpegios abiertos del talento ruso penetraron con agudeza la textura generada por la orquesta. Los tres movimientos -1. Andante. Allegro; 2. Tema con variazioni; y 3. Allegro ma non troppo- se sucedieron sin ademán de decaída: Oramo condujo de forma vibrante, extrayendo de cada atril precisión y concentración, que se tradujeron en interlocución sublime con la voz desgranada por Lugansky. Merece ser resaltado el asombroso dominio del cambio de compás, incesante y libre de devaneos o incertidumbres en los engarces -conquista que, con base en el fragor pulsional que recorre la obra, supone aún mayor encomio-, y, asimismo, el criterio de un timbre medido, sin renunciar a la claridad del grupeto ni a un volumen de envergadura solista, pero en justo balance respecto al sonido total. Una gran actuación que se culminó con bis arrobador: Cradle Song, de Tchaikovsky, en arreglo de Rachmaninov.