Comienza, por sexta ocasión, la temporada de La Filarmónica y se constata que los conciertos de apertura revisten un carácter único. Más allá de las expectativas inherentes al repertorio y los intérpretes, propias de toda función, cierto aura de magia preludia la cita. Hay algo de ritual, de realización de las promesas, de refugio común. Y tales mimbres, per se excepcionales, se magnifican cuando el invitado responde a un abolengo que colinda con lo legendario. Encontrarse ante la Staatskapelle Weimar supone, entre otras cosas, recorrer un camino que inició hace ya más de medio milenio (¡medio milenio!) y por el que también han conducido su andadura figuras como Johann Sebastian Bach, Hummel, Liszt o Richard Strauss. Con el permiso de Stefan Zweig, la hazaña puede, cuando menos, equipararse a aquel estelar y submarino cable telegráfico.
Pero no debemos únicamente atender al pasado; además de un legado que todavía transparece y se prolonga, es preciso encarecer la presencia de Viviane Hagner y Antonio Méndez: han llegado hasta aquí por mérito condigno a su valía y los presagios continúan alentando. Para fundar ambos asertos, pocos programas tan celebrados como el que nos ocupa: Concierto para violín en re mayor de Beethoven y Sinfonía núm. 2 en mi menor de Rachmaninov.
Muchas de las virtudes que adornan a la Staatskapelle Weimar no tardaron en comparecer. Desde la dilatada introducción orquestal del Concierto para violín se puso de manifiesto un cuidado trabajo de archi, cuajando a partes iguales empaste de las cinco secciones y sutileza tímbrica. El golpe de arco privilegió concisión en los ataques frente a densidad y grosor en los motivos melódicos, disponiendo un fondo adecuado para que Hagner tejiese la serie de octavas y el descenso por grados conjuntos y terceras. El violín agradece efusivamente la tonalidad de re mayor, como quedó patente a través de los arpegios en el Allegro ma non troppo, y la solista de Múnich afianzó su carta de presentación con un diálogo notable, particularmente cómplice respecto a maderas y timbal.
El Larghetto rindió tributo a su fama, enarbolando fluidez rítmica y dinámicas recogidas. Sin estridencias, Hagner hiló un bello y seguro discurso, que no abusó nunca de licencias métricas. Méndez encauzó con rigor la transición al Rondo, donde llegarían la danza popular y la mayor ligereza, poniendo punto y final a una exégesis notable y a la altura de la exigente dificultad.