Aunque Mozart es uno de los compositores más conocidos del mundo, no sé si reparamos muchas veces en que el repertorio que se programa del vienés en las principales orquestas suele estar agrupado en la etapa final de su catálogo: orquestas más grandes y obras más largas que se ajustan más a la modalidad de concierto romántica que heredamos del siglo XIX. Es por ello que muchas obras, especialmente las de juventud, son, a pesar de su calidad, difíciles de escuchar en directo. Para suplir esta carencia tenemos la suerte de contar con formaciones más reducidas como la Orquesta de Cámara de Viena que debutó el pasado miércoles 28 de abril en el ciclo de La Filarmónica, un espectáculo que no merecía la pena perderse.
Las obras escogidas por la formación se concentran en un periodo muy interesante y no muy estudiado de la vida de Mozart: entre 1774 y 1776, cuando el compositor austríaco contaba entre 18 y 20 años. En 1773 el joven Wolfgang retornaba a Salzburgo tras consagrarse como compositor en su última gira por Italia para ponerse al servicio del arzobispo Hieronymus Colloredo. A pesar de las rencillas y controversias que existieron entre patrón y súbdito, fue esta una época muy productiva para Mozart en la que no solo amplió cuantiosamente su catálogo, sino que mostró en este un deseo por explorar una mayor expresividad.
Un buen ejemplo de esta búsqueda más allá del estilo galante que había aprendido de los maestros italianos es, sin duda, la Sinfonía núm. 29, una de las más conocidas sinfonías tempranas. El motivo con el que se inicia el Allegro moderato es ya toda una oda al ímpetu de la juventud, al movimiento. El tratamiento contrapuntístico que Mozart hace del material melódico es, simplemente, magistral y la Orquesta de Cámara de Viena nos permitió apreciarlo en toda su magnificencia gracias a un sonido cristalino y unas entradas bien marcadas por el maestro Fumiaki Miura que permitieron hacer al oyente más sencilla la escucha activa de la sinfonía. Los vientos, compuestos exclusivamente por trompas y oboes realizaron una labor excelente, destacando las primeras en el Menuetto y en la fanfarria con la que finaliza el último movimiento y los segundos en el Andante en el que supieron deslizar los temas con una suavidad y delicadeza exquisitas, siempre en conversación con unas cuerdas precisas y compactas.
En los conciertos que envolvieron la sinfonía pudimos apreciar una orquesta de cámara igualmente clara, con un sentido del ritmo perfecto y que supo escuchar al solista y acompañarle con amabilidad y complicidad. Tanto Fumiaki Miura como Varvara Nepomnyashchaya mostraron un virtuosismo alejado del concepto habitual que se tiene de este término. Demostraron su destreza no mediante juegos de pirotecnia musical, sino con un sonido puro y un fraseo elegante. Fumiaki Miura destacó, por ejemplo, por un sonido brillante en el agudo y con mucha potencia, que le permitía sobresalir entre la orquesta sin dificultades. La naturalidad con la que dirigía las frases la encontramos perfectamente demostrada en la simple pero elegante cadenza del segundo movimiento.