La ópera Juan José oculta un doble drama bajo la tupida alfombra de sus notas: intramuros, la tragedia proletaria que cuenta su libreto, una historia que atenaza al espectador por su mezcla de verismo bohemio y Otello de provincias. Extramuros, el periplo que hubo de sufrir la obra hasta su estreno escénico de hoy en el Teatro de la Zarzuela. Que una obra con tal calidad musical se haya mantenido fuera del circuito casi medio siglo tiene algo de imperdonable.
Sorozábal creyó al final de su vida que esta obra era su composición más importante. Suponemos que porque a su madurez musical se suma un libreto descarnado de Joaquín Dicenta que aúna buena parte de las miserias del ser humano en el último siglo. Además, el paisaje creativo para la composición de su ópera fue de relativa libertad, sin una servidumbre económica que la justificase e independencia para modificar libreto y música a su antojo. El argumento que puso en pie funciona también a dos niveles: el de los síntomas y el de las causas. Los celos, la violencia, la tragedia latiendo tras cada esquina son lo primero. El analfabetismo, la miseria social y el pozo sin fondo que esto supone, su origen. En una época donde la realidad del abuso dejaría en paro al guionista de ficción más macabro, presentar sin atenuantes una obra así, con su encarnizado machismo, reviste mucho de valentía por parte del Teatro de la Zarzuela.
La puesta en escena de José Carlos Plaza era relativamente anónima en cuanto a los anclajes temporales de la trama. No está ambientada hoy día, tampoco a finales del XIX. Hay elementos físicos que la sitúan entonces, pero también un aluvión de conflictos conceptuales que la podrían situar como portada de cualquier periódico de mañana por la mañana. La pobreza, el abatimiento y el polvo del camino, en cualquier caso, se mastican. Es opresiva en el mismo sentido que lo era El proceso de Orson Welles, con sus techos bajos y sus planos medios. Aquí la ausencia de color oprime, la pobreza se mueve por la gama de grises.
El reparto del montaje es equilibrado y sin grandes altibajos. Muy bien trabajado el Juan José Ángel Ódena, que tiene que bregar con un registro incómodo a veces y mucha intensidad en buena parte de su actuación. Proyectó con elegancia la voz y sin agudos abiertos, en una tarea que no era sencilla entre tanto viento metal que lo arropaba. En lo dramático, supo transmitir el conflicto interno y la violencia inusitada de su personaje. La Rosa de Carmen Solís se manejó bien en lo expresivo y tapando la voz con esmero, aunque el volumen de la orquesta supuso algún problema aislado. La Isidra de Milagros Martín fue excepcional, sin embellecimientos ni ornamentaciones que lastrarían a un personaje tan oscuro, pero con un timbre conciso y voz muy bien colocada. Tanto Antonio Gandía (Paco), como Silvia Vázquez (Toñuela) y Rubén Amoretti (Andrés) supieron mimetizar sus voces con aquellos a los que representaban, y sustanciar la condescendencia, la inconsciencia o la intimidación.