Que la Wiener Philharmoniker es sinónimo de tradición y calidad en el mundo de las orquestas sinfónicas es un hecho. Pero una cosa es decirlo y otra mantener concierto tras concierto (realizan unos 110 al año) unos niveles de excelencia que rayan la perfección en no pocas ocasiones. Dentro del ciclo del Palau 100, en el Palau de la Música Catalana, los filarmónicos vieneses dirigidos en esta ocasión por un inspirado Daniel Harding (sustituyendo al anunciado Danielle Gatti), dieron una lección de poderío sonoro y conocimiento con un programa que transcurría por la espina dorsal de los siglos XIX y XX, con obras de Beethoven, Richard Strauss y Brahms.
La obertura Coriolano op.62, que se estrenó junto a la Cuarta Sinfonía y el Concierto para piano nº 4, comparte con sus compañeras esa cara de un Beethoven todavía más luminoso que atormentado, y eso se muestra en la deliciosa sencillez de los dos temas en Do menor y Mi bemol mayor de la obra. Harding optó por dejar sonar libre a la música del maestro de Bonn en una versión donde brillaron las cuerdas, con su característico sonido amplificado por la peculiar acústica del Palau que potencia esta cualidad. Con una disposición de cuerda a la vienesa, los violines II a la derecha de Harding y los contrabajos a lo largo del fondo del escenario, como en el Musikverein vienés, su sonido envolvió por completo la sala.
Muerte y Transfiguración op.24 es la visión que del hecho de la muerte tenía Strauss. Incluso en sus últimos momentos confesaría a su nuera: “¡esto es igual que lo que imaginé en mi obra!”. En un ideal de héroe romántico, como en su gran Vida de Heroe, un jóven Strauss imagina como sería el momento de la despedida del mundo de los vivos en una música programática que se vio reflejada en el texto de su amigo, el también músico Alexander Ritter con un texto que se adjuntó a posteriori en la obra. La relación de Strauss con la Wiener Philharmoniker, ya sea como compositor o director, se reflejó en una lectura sabia de la partitura, que Harding supo llevar con maestría dando muestras de unas ganas que se agradecieron desde un público que empezó a vibrar ya con los primeros acordes de la obra. En el Allegro agitato del segundo movimiento, en la batalla entre el héroe y la muerte, se desplegó todo el poderío de unos metales bien integrados con la orquesta y con el Moderato final llegó la transfiguración soñada por el compositor que fue todo un lujo tímbrico como pocos. Un Strauss de los que hacía mucho tiempo que no se escuchaban. Éxito rotundo y los primeros bravi que llenaron la sala.