En la noche de ayer aparecieron fantasmas en el escenario del Teatro Real; o mejor, espectros, salidos de la batuta de Gustavo Dudamel e instalados entre los miembros de la Filarmónica de Viena, que nos condujeron entre los sueños narcóticos de un joven romántico francés y la insondable angustia del que fue director del conjunto vienés.
Se trató de espectros sinfónicos en un programa que se puede leer como una profunda reflexión sobre la forma sinfónica y sobre su patriarca, Beethoven, que tanta inquietud provocaba en los autores presentados en programa. Por un lado, el Adagio de la Décima sinfonía de Gustav Mahler y, por el otro, la Sinfonía fantástica, Op.14 de Hector Berlioz. Obras casi inconciliables y al mismo tiempo inseparables.
La obra de Mahler, que Dudamel nos presenta justamente en la versión del Adagio (la única parte realmente acabada por el compositor), se abre sobre las notas de la viola, en un tema solitario, cromático y errante, que encuentra su reposo solamente con la entrada de la sección de cuerda y, unos pocos compases más adelante, de las trompas. El sonido que nos presenta la Filarmónica de Viena es único y cargado de matices para una pieza tan compleja, tan repleta de encrucijadas musicales cuyo equilibrio es difícil de plasmar: los pasajes de lirismo postromántico en el que la orquesta nos envuelve con un sonido denso y cálido se alternan con las evoluciones extremas de motivos cada vez más simples y entrecortados, desencarnados hasta ser ejecutados por un solo instrumento. Dudamel dirige con austeridad y atención, midiendo la tensión sonora que se está acumulando, sin desperdiciar ni una sola nota para crear ese efecto de inevitabilidad y tragedia que marca el texto de Mahler. La explosión llega en ese acorde casi al límite de la atonalidad en el que la orquesta irrumpe como diciendo “¡ya no hay más!”, la sinfonía se termina aquí, y no solamente esta Sinfonía, sino el mismo legado de una forma musical que ocupaba el trono del imaginario colectivo de los compositores y del público durante décadas. Después de la catástrofe, cabe solamente retroceder al tema principal, a un proceder mesto y sumiso, en el que los timbres de las partes de la orquesta se reconocen uno por uno, realizando su último saludo antes de apagarse. Todo esto está en la Sinfonía de Mahler y bien se reflejó en la interpretación de anoche, en la que destacaron el sonido característico de la Filarmónica con su capacidad de conjugar la potencia del conjunto con el refinamiento de las partes singulares.