Resulta difícil imaginar en nuestro país, pero también más allá de nuestras fronteras, un evento musical equiparable al bilbaíno Musika-Música. Reunir a 850 músicos en 75 programas diferentes a lo largo de poco más de tres días parecería una auténtica locura musical. Sin embargo, cuando uno vive de primera mano el ambiente del festival se da cuenta al momento de que está ante una brillante idea.
Es Musika-Música una gran fiesta de la música clásica en la que el protagonista número uno es el público. En todos los conciertos sinfónicos se vive una asistencia masiva de espectadores de todas las edades y condiciones, llenándose invariablemente la gran sala sinfónica –con un aforo de 2200 personas. Incluso las numerosas actividades camerísticas que tienen lugar en el mismo horario muestran una notable afluencia. Un marco tan peculiar como el laberíntico y mastodóntico Palacio Euskalduna constituye el entorno arquitectónico ideal para este festival. La presente edición estuvo dedicada a Bohemia, centrándose en dos compositores tan referenciales como son Antonin Dvorak y Gustav Mahler. Una magnífica oportunidad de poder comparar como un amplio número de directores y de orquestas –la mayoría españolas– abordan este exigente repertorio.
Reseñamos como primera muestra del festival la soberbia Cuarta sinfonía de Mahler que el suizo Thierry Fischer dirigió al frente de la Orquesta Sinfónica de Euskadi. Es Fischer un director con un amplio bagaje musical que le ha llevado a ser el actual titular de la Sinfónica de Utah. Una orquesta afamada entre los mahlerianos por protagonizar bajo la batuta de Maurice Abravanel uno de los primeros ciclos discográficos del compositor, tan a menudo elogiado por el recientemente fallecido José Luis Pérez de Arteaga. Thierry Fischer ha recogido el testigo de Abravanel iniciando de forma prometedora la grabación de un nuevo ciclo con la Utah del siglo XXI.
No fue por tanto ninguna sorpresa la espléndida lección de dirección mahleriana que Fischer impartió en el Euskalduna. Lección que no cayó en saco roto pues éste contó con la química y la entrega de una inspiradísima y dedicada Orquesta de Euskadi. Se puede decir que éste moldeó a su gusto hasta el último detalle de la interpretación, exhibiendo un prodigioso control del fraseo, del tiempo y de las dinámicas.
Gracias a sutiles retardandos y a crescendos perfectamente graduados Fischer logró que las numerosas melodías que recorren el primer movimiento de esta obra fluyeran de una forma amena, carente de cualquier retórica o manierismo. Fue sin duda decisiva la aportación de una cuerda sorprendente por su flexibilidad y por la belleza de su aterciopelado sonido –qué maravilloso su breit gesungen al inicio del movimiento y el carácter melodioso de las maderas. Puntuales asperezas en los metales, especialmente en los tutti, fueron totalmente secundarias ante la calidad de un discurso musical delicioso y coherente de principio a fin, en el que aun así merecen destacarse momentos mágicos como la poética transición a la reexposición o la efusión lírica que sucede al clímax central Wild. La extática conclusión del movimiento con un inmaculado solo de trompa y unas cuerdas cristalinas, obró la magia de virtualmente silenciar el abarrotado auditorio.