La dirección de Andrey Boreyko y la sensibilidad de Alban Gerhardt hicieron con el programa que presentaba la Euskadiko Orkestra Sinfonikoa lo que los complementos hacen con el estilo que un sastre imprime a sus creaciones: personalizar algo que podía resultar una copia del concierto ofrecido el pasado febrero por la Orquesta Sinfónica de Navarra en el mismo Baluarte. La combinación de compositores del siglo XX con los del siglo XIX no deja de ser acertada, sobre todo si el compositor contemporáneo es Dimitri Shostakovitch y el romántico es Johannes Brahms. La dureza hiriente del primero parece quedar compensada –aliviada, casi– por la redondez majestuosa del segundo. Un patrón que, sin embargo, el director ruso y el violonchelista alemán convirtieron –cada uno con su talento– en algo muy original y emocionante.
Si la entrada en escena de los dos músicos no dejó de dar la nota (por la energía que fueron capaces de transmitir incluso antes de que empezase la música), la ejecución de los primeros compases del Concierto para violonchelo y orquesta n. 2 en sol mayor de Shostakovitch puso de manifiesto la profunda sensibilidad musical de Gerhardt, dando a entender que la ejecución de aquella pieza podía ser diferente. Sin quitarle la identidad de una composición que llega a sacudir el alma con la frialdad de sus sonidos, el ritmo cerrado de las percusiones o la violencia de los pizzicato, el intérprete procuró quitar hierro a la composición sacándole partido a los tonos más graves y dulces del violonchelo o glissando los acordes, como si de un tango se tratase. La fusión de Gerhardt con la pieza tocada fue evidente, así como su compenetración con la orquesta y el director. Hubo momentos en que dio la impresión de que el descanso en la intervención de las percusiones tenía la función de recargarle de energía, una energía que acto seguido proyectaba hacia el público.