Jan Lisiecki podría pasar desapercibido si no coincidiera en una misma sala con un piano. Porque en ese caso, el joven de 23 años demuestra ser ya un veterano. Además de la trayectoria consolidada que atestiguan los numerosos conciertos, las grabaciones, la elección del repertorio, Lisiecki tiene algo que trasmitir cuando sale al escenario. Una personalidad que tal vez se esté forjando aún, pero que contiene un discreto encanto: la naturalidad.
En una entrevista, hace un par de años, para el periódico francés Libération le preguntaron cómo hay que tocar a Chopin –uno de sus autores más interpretados y cuyas piezas ocupaban gran parte del programa de esta tarde– a lo que Lisiecki contestó “naturalmente. No hay que intentar añadir algo más a la música, ni sentimiento, ni romanticismo superfluo”. En efecto, sus interpretaciones del compositor polaco –y en cierta medida también las de Schumann y Rachmaninov que integraban el programa–, destacan por una pulcritud admirable, una sobriedad que permite apreciar cada nota y una técnica sólida que respalda la narración. En una palabra, Lisiecki busca la naturalidad; aunque el mero hecho de buscarla implica en cierto modo traicionarla. En todo caso, cuando hablamos de frescura, espontaneidad o, justamente, naturalidad, se trata siempre de algo sumamente medido y, a la vez, no exigido inmediatamente, hasta el punto de devolvernos una expresión que, pese a ser artificial, es genuina. Lisiecki llega a esta madurez de la noción de naturalidad, pero no de forma constante.
Este concierto conclusivo del Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo se abrió con los dos Nocturnos del Opus 55 de Chopin, en los que, queriendo evitar la fácil evocación, Lisiecki se mantuvo algo frío y rígido, especialmente en el primer nocturno, mientras que en el segundo, el fraseo fue más expresivo y el discurso apareció más claro, dibujando con contornos nítidos una serenidad final. Siguieron los Nachtstücke, Op.23, de Schumann: se trata de cuatro impresiones que se mueven entre lo lúgubre y lo ardoroso y que se generan a partir de un motivo rítmico inicial, el cual, a base de repeticiones y variaciones, estructura todas las piezas. Aquí Lisiecki se mostró algo perdido, no desde un punto de vista técnico, sino en la organización del material: se apreciaban las apariciones del motivo estructurante de la obra, pero faltaban matices; algunas transiciones resultaron borrosas y no quedó muy clara la dirección de conjunto. En los momentos más suaves, Lisiecki tiende (algo que escuchamos en ciertos momentos de casi todas las piezas interpretadas) a dilatar mucho el tempo, como para hacer patente la importancia de cada nota, sin embargo, resulta el efecto contrario: esos pasajes pierden el contorno, se desdibujan y, por tanto, los detalles se esfuman ante la falta de un paisaje global.