Existen muchas formas de responder a la pregunta '¿qué es un concierto de música clásica?'. Sin embargo, hay ocasiones –y esta que nos ocupa engrosa tal cuenta– en las que, a fuer del programa escogido, la experiencia parece ajustarse al modelo de recorrido museístico con guía. Así, la hoja de ruta propuesta correspondería con uno de los infinitos salones que vertebran nuestra pinacoteca musical y el cicerone, con director, solistas, coro y orquesta. Sin duda, anoche la excursión transcurrió por los pasillos del ala este, reservada a creaciones eslavas, y Jurowski, Lisiecki y la London Philharmonic Orchestra, óptimos lazarillos, desgranaron con maestría el profuso acervo, encarnado para la coyuntura en Glinka, Chopin y Tchaikovsky.
Vals fantasía, de Mikhail Glinka, fue la obra seleccionada para inaugurar la travesía. Concebida en un primer momento como vals–scherzo para piano, su versión orquestal despliega con mayor riqueza los tonos de una coloración que posteriormente influiría en autores de la talla de Tchaikovsky, Glazunov o Shostakovich. Jurowski y la London Philharmonic llevaron a cabo una exégesis justa, prevenida contra toda grandilocuencia y que supo generar la atmósfera adecuada: juego embebido de misterio –ambigüedad con patente rusa– donde, como señaló Pushkin, el dolor llega a convertirse en luz. La ejecución se desarrolló siempre en una dinámica no superior al forte, combinando delicadeza y suspense merced al rigor de la cuerda, el contrapunto de maderas y los brillantes matices de la percusión –mención especial para el triángulo–.
A continuación, nuestra visita abandonó –provisionalmente– Rusia para explorar paisajes polacos: Fryderyk Chopin y su Concierto para piano núm. 1. La formación londinense acometió el Allegro maestoso con ímpetu y majestuosidad, preparando el terreno sin titubeos, en la mejor tradición beethoveniana. Jan Lisiecki, con precocidad similar a la de Chopin –el canadiense suma tan sólo 21 prímulas y el compositor eslavo estrenó su concierto a la edad de 20–, recogió el testigo y, tras la exposición orquestal, hizo emerger la voz del piano, vestida de empaque y personalidad. Una voz canora y una personalidad que sorprende pues, a pesar de su señalada juventud, no puede tacharse a Lisiecki de bisoño: plasmó magistralmente la nostalgia melancólica que atraviesa la página chopiniana, más propia tal vez –aunque no necesariamente, como ha desmentido la Historia– de quien acumula un considerable racimo de años. Por eso hay que reconocerle al canadiense un mérito aún mayor.