Sin adentrarnos en la cuestión de cuáles serían y cómo funcionarían los mecanismos que engarzarían sonido y sentido en la música de raigambre absoluta y programática, al menos una cosa parece libre de toda duda: debe regir el principio de literalidad. Es decir, con independencia del poder evocador que pueda emanar de la volición compositiva, el respeto a la grafía está indefectiblemente llamado a preceder cualquier amago de vuelo descriptivo. Y algo similar ocurre con la directriz connotativa en el montaje o ensayo, a saber: lo que importa es el resultado y no tanto el método a través del que se obtiene.
En consecuencia, el hecho de que Jakub Hrůša haya nacido en la República Checa no desempeña, a priori, un rol decisivo en su capacidad para la interpretación de páginas incipientemente nacionalistas (poco, atendiendo a nuestra coyuntura y con relación a la habilidad ejecutante, en el caso de Antonín Dvořák y menos en el de Jean Sibelius). Pero lo cierto es que, bien por casualidad, bien como precipitado de ósmosis cultural, su figura encarna las virtudes del exégeta avezado. Pudimos comprobarlo a propósito de tres obras que se destacan entre sus respectivos catálogos formales: Vltava (perteneciente al ciclo sinfónico Má Vlast), de Bedřich Smetana, Concierto para violín y orquesta en re menor, Op.47, de Sibelius y Sinfonía núm. 9 en mi menor “del Nuevo Mundo”, Op.95, de Dvořák.
Era la primera vez que Vltava sonaba en el marco de Ibermúsica y la Bamberger Symphoniker quiso corresponder a la singularidad de la circunstancia. En este sentido, el terreno venía cuidadosamente preparado, pues Hrůša y la formación alemana han consagrado su último proyecto discográfico precisamente a Má Vlast. Y, desde los compases iniciáticos, el bagaje se hizo patente: no recordamos un Moldava tan primoroso. Cada cuadro, comenzando por el discurrir de los dos manantiales y prolongándose en las escenas del bosque, la boda campesina, los rápidos de San Juan y la postrera desembocadura en el Elba, fue resuelto con la mayor pericia. Pizzicatos justos y empastados, adecuado dominio del movimiento dinámico desde el golpe de arco, liderazgo de maderas, afinación exacta y balance logrado del colorido orquestal son algunas de las virtudes que conforman el racimo desplegado por el director checo y la Bamberger.