Retomaba el ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, ya en su 31ª edición, con un pianista bastante conocido por estos lares como es Jan Lisiecki, que nos visitó la última vez para Ibermúsica con la Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin, dejando una excelente impresión. Esta vez, el pianista canadiense venía en solitario y con un proyecto muy personal, que acaba además de plasmar para Deutsche Grammophon en torno a la forma musical del preludio aunando autores como Bach, Rajmáninov,, Messiaen, Górecki o Chopin.
El concierto, por ende, seguía el esquema del disco, con una primera parte más variada y una segunda mitad dedicada al opus 28 de Chopin. El planteamiento, sin duda es audaz, porque pasar de Bach a Rajmáninov, requiere al menos concebir una cierta continuidad, por lo menos emocional. El recital comenzaba con el Preludio op. 28, núm. 15 de Chopin (que luego repetiría en la segunda parte), de manera correcta si bien algo fría e inexpresiva. Se pudieron apreciar desde el comienzo las cualidades técnicas y la actitud de Lisiecki, con un toque límpido, un uso sobrio del pedal y un control medido de los recursos, pero no fue hasta el bloque dedicado a Szymanowski (3 preludios del opus1, los únicos no incluidos en el disco) cuando surgió con más decisión la personalidad del intérprete. Fueron piezas construidas con exquisitez estructural, con mucha atención al tejido armónico y una coherencia extrema en términos de fraseo y dinámicas. También el sucesivo bloque dedicado a Messiaen se encontró entre lo mejor de la velada, con un clima impresionista, frases construidas con gran amplitud y pulcritud tímbrica. Brilló con fuego el Preludio op. 3 núm. 2 de Rajmáninov, y casi rabia los dos preludios del opus 1 de Górecki, mientras más bien arbitrario en la gestión del tempo fue el preludio en do menor del primer libro del El clave bien temperado de Bach. La primera parte se concluía así con un gran abanico de piezas, si bien con cierta carencia a la hora de buscar la esencia propia de cada autor.
La serie de 24 preludios, op. 28 de Chopin contiene algunas de las más radicales y enigmáticas del compositor polaco y representa un hito para todos los pianistas, desde los aficionados con las piezas más abordables, hasta las leyendas más laureadas. Lisiecki da su lectura en los términos que lo caracterizan: un discurso pulido, unos tiempos raramente extremos, una atención a las voces intermedias, un proceder alejado del histrionismo, casi antirromántico. La pauta, de hecho, es constante, incluso ahí donde el carácter propio de cada preludio requeriría diversificar más los registros y los recursos, con la impresión global de que Lisiecki ha preferido el control y la coherencia a la expresividad. Ello, junto con algunas imprecisiones en las entradas, algún pasaje desdibujado o cierta falta de matices en las dinámicas, dieron lugar a un resultado desigual, no del todo convincente en cuanto al planteamiento y tampoco especialmente memorable en cuanto a ejecución.
Es incontestable que el nivel de exigencia era muy alto y que Lisiecki cumplió con el compromiso, incluso con una primera parte notable. También es comprensible la voluntad de promocionar la reciente grabación, pero la sala de concierto requiere una cualidad adicional, a saber, manejar el respiro de las obras y concebir el tiempo del concierto como un único flujo que hay conducir y orientar, justamente para no quedarse con cierta sensación de rutina, de ejercicio, como si se tratara de exponer las piezas de un muestrario.
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