Enmarcado en el 23 Ciclo de Grandes Intérpretes, auspiciado por la Fundación Scherzo, durante una temporada que ha reunido a algunas de las personalidades más destacadas en el ámbito pianístico -verbigracia, Grigory Sokolov, Roberto Prosseda o Mitsuko Uchida-, la visita de Radu Lupu a la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional constituía, sin duda, uno de los eventos musicales más especiales del curso 2017/18. Con una trayectoria deslumbrante a sus espaldas, contemplando una carrera que rebasa los 50 años, el virtuoso rumano del teclado mantiene su actividad internacional colaborando con las mayores orquestas del mundo y ofreciendo recitales en los escenarios más prestigiosos. Sin embargo, su figura se halla despojada de todo alarde o exageración. Lupu, que no concede entrevistas ni necesita alimentar ningún aura mediática -por lo demás, sobradamente consagrada-, se preocupa únicamente de interpretar. Y a este talante concienzudo -por sí mismo laudable- es preciso añadir un elemento fundamental en la ocasión que nos ocupa: Franz Schubert. Así lo atestiguaban los programas de mano, que delineaban un itinerario cautivador a través de tres de las obras que mejor revelan la intimidad y el genio del compositor vienés: Seis momentos musicales, D.780, Sonata en la menor, D.784, y Sonata en la mayor, D.959.
Lupu inauguró el Moderato en do mayor de los Seis momentos con miramiento y un timbre sobrio, dibujando con claridad el movimiento undoso de los compases inciáticos, pero dotando a la introducción de empaque, en una expresión equilibrada de gracilidad pesante. Merece ser elogiada la completitud del discurso, que no renunció a un sonido lleno en los tramos de articulación breve, así como tampoco abusó de la dinámica en los acordes de resolución. Una inclinación hacia el vuelo lírico -si bien, más próximo al tono denso y grave que a lo ligero o la floritura- pudo comprobarse en el Andantino en la bemol mayor y el Moderato en do sostenido -mostrando, con base en la vivacidad de su tempo, un menor recogimiento-. También se rindió tributo a la celebridad del Allegro moderato en fa menor con una exégesis fabulosa, retomando el carácter lúdico ya esbozado en el primer número y construyendo un interludio de relieve desde la miniatura. Por último, el Allegro vivace en fa menor y el Allegreto en la bemol mayor propiciaron un retorno invertido a las piezas segunda y tercera, trastocando la misma tonalidad en el escenario para lo extrovertido -Allegro vivace- y la trascendencia meditativa -Allegretto-, en un ejercicio que apunta ineludiblemente -con igual pericia- a la atmósfera de los Impromptus.