Lo habitual en un viernes por la noche en Bellas Artes es entrar a la sala y ver en el escenario un semicírculo de sillas con un podio al centro y algunos músicos vestidos de gala acomodando sus instrumentos, afinando y esperando que los demás se reúnan para empezar el concierto. Esta vez el inicio fue diferente: al centro del escenario había un nutrido grupo de percusiones afrolatinas: tambores batá, chékeres, quitiplás, congas, cajón, bombo legüero, repinique, surdos... además de un acordeón, guitarras y unos potentes amplificadores. A los lados unas cuantas sillas destinadas a violines y chelos (seis de cada uno), un par de trombones y trompetas, un piano, gradas para un coro grande y micrófonos al frente del escenario. Los músicos invitados vestían de morado y los miembros de la orquesta con guayabera o blusas blancas. Podría pensarse que estos detalles son irrelevantes, pero no: el vestuario, la intencional y evidente amplificación, los instrumentos no tradicionales de la orquesta combinados con los que sí lo son, preludiaban algo distinto para esta Pasión según San Marcos. Así, en español.
Empieza todo con un ensamble de percusiones y un hombre al frente del escenario tocando el berimbau (cuerda percutida usada para acompañar la capoeira). A esta base se agregan los metales y, cuando se incorporan las cuerdas, una red de pescador atrapa al solista. Las cuerdas van desapareciendo para dar entrada al coro, que en un clarísimo español con una voz un tanto nasal inicia el relato. Igual que en una Pasión de Bach, el texto, que incluye además del Evangelio de Marcos otros textos bíblicos o poéticos, está en el idioma de la audiencia.
El grupo de percusiones al centro del escenario es también el núcleo de la obra: todos los números tienen una base rítmica, que es el motor de la narración. De ahí surgen la voz, el diálogo con otros instrumentos, los movimientos del coro y las intervenciones coreográficas de capoeira, de un bailarín, e golincluso los movimientos del coro. Todo esto con base en ritmos latinoamericanos: rumba, samba, música yoruba, flamenco… con una lógica escénica muy natural y muy simbólica que mira directamente a la religiosidad sincrética afroamericana (la de Cuba, la Brasil, la de Venezuela...), en la que percusión, baile y canto son una unidad, pero que al mismo tiempo mira a la tradición de eso que llamamos música clásica, en particular al formato y a las intenciones de la música cristiana de Bach.
Igual que en una obra bachiana, el hilo narrativo está repartido entre solistas y coro. La diferencia es que en esta obra los solistas provienen de géneros diversos: una cantante de jazz, un cantante de música folclórica cubana, una soprano, algunos miembros del coro, sus voces amplificadas con micrófono. Su intervención no está asignada a un personaje sino a un estilo, de modo que las voces narrativas van rotando. Baste decir, como ejemplo de esto, que las intervenciones de Jesús podían estar en el coro o en cualquiera de los solistas y que frecuentemente tuvo voz de mujer, y aunque nadie tenía el papel exclusivo de evangelista, destacaron las intervenciones de uno de los cantantes, que, como el solista de los cantos yoruba, introduce el canto para que le responda el coro. En este tejido rítmico y diálogo de géneros y textos cabe incluso un aria para soprano que es el conmovedor lamento de Pedro, esta vez con un texto en gallego, “Luna descolorida”. También se narra en otro idioma el pasaje de la muerte. El mismo evangelio de Marcos relata el grito de Jesús en su lengua, el arameo. Más allá del fuerte efecto narrativo, esas cuatro palabras nos hacen mirar a la religión judía. Retomando esto, en un nuevo diálogo, ahora entre religiones, el compositor musicaliza un Kaddish (himno de alabanza a Dios), con el que finaliza la obra.