Abrir temporada con Otello es sin duda un acto de valentía. Hay algo oscuramente huidizo en la obra maestra tardía de Verdi que deja después de una función de Otello un amargo regusto de decepción. Tal vez olvidamos a menudo que Otello es casi un género operístico en sí mismo: una tragedia de fin de siglo escondida tras los ropajes de un drama italiano, y en la que Verdi se aventuró en un territorio musical inexplorado. Dar con el tono adecuado en una función en directo es por ello un temible reto que requiere un equipo artístico extremadamente comprometido y actuando a su mejor nivel. A pesar de las buenas intenciones, no fue éste el caso de la producción de David Alden en el Teatro Real.
Después del aplaudido Roberto Devereux de la temporada pasada, se esperaba mucho de Gregory Kunde, cuya renacida carrera no puede provocar, sino admiración y simpatía. Sin embargo, la endiablada dificultad de Otello le pasó factura: su voz sonaba sorprendentemente fatigada y achicada, como reservada para poder sobrevivir a la función –y sin duda sobrevivió, que es más de lo que pueden decir la mayoría de los tenores que se atreven con el papel. El agudo fácil, limpio y liberado aunque sin squillo, combinado con un fraseo encendido y genuinamente heroico, fueron todavía capaces de enganchar al público, pero una vez que la sorpresa inicial se diluyó, los defectos superaron las loadas virtudes. Desde el punto de vista dramático, es difícil definir su concepción del personaje: es capaz de mostrar amor por Desdémona, pero su canto esforzado ensucia la poesía de "Già nella notte densa"; opta decididamente por un Otello extrovertido y violento, pero no tiene la autoridad suficiente para hacer comprensible la metamorfosis salvaje del acto II. El punto de inflexión del acto III, sin embargo, sonó sincero y matizado, coronado en el acto IV con un "Niun mi tema" desgarradoramente derrotado. Al final, es difícil no quedarse con la incómoda sensación de que el Otello de Kunde, a pesar de tener muchos de los ingredientes necesarios para ser un referente, no logra responder a las grandes preguntas que Verdi escondió en los rincones más oscuros de su partitura.
En este sentido la producción de David Alden, diseñada para la ENO, tampoco hizo mucho por iluminar estas cuestiones y contribuyó a la sensación general de decepción. La propuesta gira en torno a una idea interesante pero tímidamente esbozada: un Occidente en decadencia resiste en las últimas costas de su civilización, en una guerra devastadora contra los turcos. En este escenario militar, la obsesión masculina con la pureza de Desdémona desencadena el drama. La escena del acto II en la que los niños ofrecen flores y regalos a Desdémona es concebida por Alden como una escalofriante adoración a una musa inconsciente, cuya virtud es también su principal pecado. Pero la idea se queda cruda y la producción no pasa de la mera ilustración (a pesar de la oscura iluminación). Es posible que a la producción le hayan faltado ensayos porque los movimientos del coro en escena parecían torpes y desordenados, y hubo durante toda la función una falta general de tensión.