Ya aproximándose a la frontera de los ochenta años, Christoph Eschenbach sigue ejerciendo una actividad frenética que este mes de febrero le pone al frente de la Orquesta de Filadelfia, la Sinfónica de Chicago, y le lleva de gira con la Filarmónica de Londres por Europa. En medio de esta apretada agenda el director alemán programó su retorno a La Coruña para dirigir la Sinfónica de Galicia, orquesta con la cual debutó hace año y medio con una Quinta sinfonía de Mahler que hará época en la historia de la orquesta.
En esta ocasión el programa fue menos ambicioso, combinando la pintoresca Sinfonía española de Édouard Lalo con uno de los primeros ensayos orquestales de Anton Bruckner, su Primera sinfonía en la tardía edición de Viena de 1891. Dos obras no precisamente estelares en el repertorio de Eschenbach ni habituales en el repertorio de la orquesta. Hacía ni más ni menos que nueve años que la orquesta no interpretaba esta sinfonía de Bruckner, en concreto bajo la dirección del especialista Russell-Davies. Pero Eschenbach puso en juego su inefable magnetismo al cual se unió una Sinfónica de Galicia en estado de gracia para dar vida a una intensa velada.
En la obra de Lalo el solista fue el jovencísimo violinista alemán, de origen indonesio, Iskandar Widjaja. Éste tuvo que lidiar doblemente con la acústica del Palacio de la Ópera y con una dinámica orquestal que Eschenbach hizo intencionadamente excesiva, sin duda buscando el máximo impacto en el difícil equilibrio que la obra plantea entre los géneros sinfónico y concertístico.
El Allegro non troppo permitió sin embargo el lucimiento de un solista que, no sólo se desenvolvió como pez en el agua en las dificultades técnicas de la obra, sino que incluso desplegó todo tipo de matices en una habanera que transmitió a la perfección el exotismo que inspiró a la obra. El Scherzando llevado en sus pasajes más virtuosísticos a una velocidad vertiginosa fue igualmente un exitoso tour de force para el solista. La musicalidad de Widjaja se impuso sin embargo a la técnica en la primera parte del Intermezzo, plena de garbo y carácter. Su sección central, que explota el registro agudo del violín, fue abordada con seguridad y elegancia.
Eschenbach imprimió una acertada gravedad a la introducción orquestal del Andante aprovechando al máximo el poderío de los metales de la orquesta. El solista se introdujo a la perfección en esa atmósfera ominosa dando vida a una sentidísima recreación en la que demostró sus dotes narrativas. Con todos estos antecedentes, el Rondo Allegro final se convirtió en la previsible explosión de energía y color que tan exuberante obra merecía.